domingo, 4 de julio de 2010

Los guardianes de la Colorada


Un penetrante olor a comida frita y el ruido provocado por unas tazas despierta a los turistas que aún descansan en la estancia de la familia Esquivel, el único albergue ubicado a orillas de la Laguna Colorada. A pesar del intenso frío de la madrugada, que escarcha este paisaje del altiplano potosino, los extranjeros se alistan para su tercer día de travesía.

El hospedaje y transporte de turistas son las actividades a las que se dedican Eustaquio Esquivel (63) y sus tres hijos, los “guardianes” de la Colorada. El negocio tiene su temporada alta en julio y agosto. El resto del año, cuando este rubro no les da trabajo, la crianza de llamas garantiza el pan de cada día.

Hace quince años, no obstante, los Esquivel vivían del trueque. Ellos intercambiaban huevos de los flamencos que habitan el lugar por víveres y ropa en poblaciones fronterizas con Chile. Pero desde que la zona fue incluida en la Reserva Nacional Eduardo Avaroa (RNEA), la explotación de los huevos de las aves rosadas, uno de los mayores atractivos de la fauna lugar, fue prohibida y los Esquivel se orientaron al turismo.

En esta fría manaña de junio, Moisés, uno de los hijos, alista su camioneta para llevar de vuelta a un grupo de turistas hacia Uyuni. Mientras prepara su vehículo, recuerda que de niño correteaba por los cerros y pastizales detrás de sus llamas. “Nos levantábamos temprano y pata pilas (descalzos) andábamos junto a nuestro ganado”.

Era finales de la década del 70 —rememora el joven—. En ese entonces una empresa denominada Río Amargo explotaba azufre. “Ellos sacaban yareta en la Laguna Hedionda (situada a unas cinco horas de la Colorada)”.

En esa época ,continúa Moisés, los extranjeros ingresaban al país por San Pedro de Atacama (población chilena) y tomaban los carros yareteros y pasaban necesariamente por la Laguna Colorada, donde pernoctaban por 15 o más días.

En una ocasión —prosigue su relato— llegaron cinco turistas a su casa, uno de los cuales se quedó por un mes. “Él comía lo que nosotros comíamos, tostadas y lawa de choclo (crema de maíz)”.

Entonces los flamencos rosados y el tono colorado del lago eran motivo de asombro entre los turistas, quienes pronosticaban un futuro prometedor para el turismo en esta zona.

Otro de aquellos viajeros se quedó dos meses en casa de los Esquivel, tiempo durante el cual investigó a los flamencos. “Medía los huevos de estas aves y observaba cómo empollaban”.

“Cuando los turistas se marchaban, pensábamos que nunca retornarían, pero nos sorprendíamos cuando volvían con más gente. Después de tres meses ya habían agencias de turismo que llegaban de Uyuni”.

En virtud de la creciente afluencia de turistas, los Esquivel decidieron convertir su casucha en un modesto hotel. El albergue tiene una capacidad para 20 personas y ofrece los servicios de alojamiento y alimentación. Se encuentra a unos 15 pasos de la Laguna Colorada, el tercer destino turístico más importante del país, después del lago Titicaca (La Paz) y el Salar de Uyuni (Potosí).

Huevos por ropa y víveres

Los Esquivel también tienen una casa en Quetena Chico, la cual, junto con Quetena Grande, son las únicas comunidades existentes dentro de la Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa. En el pasado, los pobladores de estas regiones se alimentaban de viscachas y huevos de flamencos. Moisés aún recuerda el sabor de la viscacha, cuya carne blanca era tan suave como la del pollo, y más rica que la del conejo. “Teníamos que cazar estos animales y comer los huevos de las aves para no terminar con nuestras llamas, porque éstas tenían que reproducirse”.

Cada mes de noviembre —apunta— cerca de 20 personas provenientes de las comunidades aledañas solían llegar a las orillas de la Laguna Colorada, donde construían precarias viviendas a la espera de que los flamencos dejaran sus huevos. “Teníamos que ingresar unos 100 metros hasta los nidos y los huevos medían como 10 centímetros de tamaño”.

Una vez que juntaban los huevos, éstos eran puestos en cajones de cartón y envueltos con paja brava, para luego ser transportados en mulas a poblaciones fronterizas con Chile. La caminata duraba cerca de seis días, entre ida y vuelta.

Con una docena de huevos —recuerda Moisés— se podía obtener un pantalón, y con dos docenas, una chamarra. Y con menor cantidad de este alimento, maíz, harina, azúcar y peras chilenas. “Los de la Reserva piensan que si sacamos los huevos, los flamencos no pondrán más, eso es mentira. Al contrario, ellos empollan con más ganas”.

En la actualidad, los comunarios de Quetena Chico y Quetena Grande e incluso la familia Esquivel, que reside a orillas de la Laguna Colorada, se abastecen de alimentos en Uyuni, que queda a unas ocho horas de viaje en vehículo.

Tejidos para los turistas

Paulina Berna (67), cuñada de Eustaquio, recuerda que hasta hace 20 años ella también ingresaba a la Laguna Colorada para obtener huevos de flamenco, pues no había otro alimento en la zona más que ése. “Pero ya no saco nada, desde que la Reserva está aquí”, dice a propósito de las aves a las que también llama “parinas”, “tococos”, “huajchatas” y “pururus”.

Esta comunaria tiene nueve hijos y 15 nietos. La mayoría de éstos vive en la población de Uyuni, mientras que ella lo hace al lado de los Esquivel.

Pero parte de la familia de Paulina también son las 50 llamas que posee. La lana de estos animales sirve para tejer guantes, medias y chompas que después ofrece a los turistas. Cuando éstos visitan la laguna, normalmente se detienen a unos pasos de su vivienda y suelen tomar fotografías de sus camélidos.

Mientras pastea a sus animales, sus manos tejen presurosas unas medias. “Mi esposo también lleva a Uyuni y a Quetena Chico lo que hago para vender”.

A unos pasos de su casa, la mujer muestra las cuevas de piedra donde vivían sus suegros. “Cuando ellos fallecieron, mi esposo y yo construímos una casita de adobe. Nunca tuve mis hijos aquí —señala el interior de las cavernas—, pero mis cuñadas sí los han tenido”.

Paulina mira a su alrededor y confiesa que no espera nada más de la vida. ”Así nomás voy a estar...”. Moisés, en cambio, sueña con que algún día las vivencias de su familia y la historia de cómo la Laguna Colorada se abrió al turismo queden registrados en un libro. Dice que él lo sabe todo.

Quetena Grande y Quetena Chico

Pueblos de ascendientes chilenos

“Somos la última familia que vive cerca de Chile”, afirma Moisés Esquivel. Este comunario, junto con su padre y sus hermanos, es dueño del único hotel existente a orillas de la Laguna Colorada. El recinto se halla a tres horas de viaje del hito tripartito que marca el límite entre Bolivia, Chile y Argentina.

Según Esquivel, los pobladores de Quetena Chico y Quetena Grande, situados a una hora de viaje de la Laguna Colorada, tienen ascendencia chilena. “Por ejemplo, uno de mis bisabuelos era de ese país; mi tía abuela, que aún vive, es chilena”.

La historia cuenta —dice el comunario — que las mencionadas poblaciones estaban abandonadas en el pasado; “eran tierra de nadie”, aunque estaban dentro de Bolivia. “Se dice que los argentinos ingresaron al país con su ganado, y que los chilenos, nuestros bisabuelos, hicieron su servicio militar en Bolivia. Fue así que se quedaron y nacieron mis abuelos en esta tierra. Así crearon Quetena”.

Actualmente cerca de cien familias habitan Quetena Chico y unas 20, Quetena Grande. Ambas zonas son visitadas frecuentemente por los turistas que llegan hasta Sud Lípez.

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