sábado, 3 de septiembre de 2011

Arquitectura de las Misiones Jesuíticas cautiva a turistas

Uno de los atractivos turísticos en la región de Chiquitos, ubicada en las tierras bajas orientales, en donde se ubican la mayoría de las Misiones Jesuíticas, es la arquitectura de sus templos.

La primera misión en esta zona, que fue San Javier, se fundó el 31 de diciembre de 1691, bajo el reinado del último soberano de la casa de Austria, Carlos II, siguiéndole a esta San Rafael, San José y San Juan Bautista.

Tras estas creaciones hubo un paréntesis, surgiendo más tarde La Concepción y San Miguel. Con escasa diferencia de años nacieron además las de San Ignacio, Santiago, Santa Ana y Santo Corazón de Jesús. Esta última tan sólo siete años antes de la expulsión de la Compañía.

DISEÑO

Una vez construida la primera capilla, planificado el asentamiento urbano y establecida la jerarquía municipal, a través del cabildo indígena, los jesuitas se dispusieron a construir iglesias sólidas que reemplazarían a las capillas provisionales.

Dentro este trabajo, uno de los auténticos genios fue el suizo Martin Schmid, quien entre 1749 y 1752 construyo la propia iglesia de San Javier, misma que fue restaurada en 1987 por el arquitecto, también suizo, Hans Roth.

Esta iglesia presenta una fachada primorosa, decorada con una mezcla de clasicismo y barroco misional, tras un atrio amplio, con techado de madera sostenido por unas columnas salomónicas, también de madera.

En su interior tiene tres naves y un sencillo retablo diseñado por Schmid y realizado por los propios indígenas.

El diseño de este templo fue replicado en las demás edificaciones religiosas. Schmid fue el arquitecto constructor de las misiones de Concepción, San Miguel y San Ignacio, además de restaurar la de San Rafael.

PROCESO DE CONSTRUCCIÓN

El proceso de construcción de una iglesia era siempre el mismo. Una vez hechos los planos del templo y aplanado el terreno, los nativos iban a los bosques a talar árboles, de hasta doce metros de altura, que iban a ser utilizados como columnas para los tres cuerpos en que se dividiría la nave.

La madera preferida era la del árbol llamado cuchi, considerada madera incorruptible, como así ha sucedido al cabo de los dos siglos transcurridos desde la construcción de los templos.

Otras maderas notables también empleadas entonces eran las de los árboles llamados soto, tajibo y tarara.

Los árboles eran arrancados de cuajo, con sus propias raíces. Pesaban entre cuatro y cinco toneladas y el traslado se efectuaba por el sistema de arrastre con unos bueyes tirando de ellos. Delante del convoy, los mismos chiquitanos iban abriendo camino a golpe de machete entre la tupida maleza.

La construcción en piedra estaba descartada. En la Chiquitina los únicos bloques de piedra se hallaban en las pocas montañas que allí hay, como las del maravilloso valle de Tucavaca, todo un Paraíso escondido, con una cierta dificultad de acceso, imposible en todo momento para el arrastre de las piedras y su traslado a las misiones. Por el contrario, la madera la encontraban por todas partes.

Una vez trasladados los árboles al lugar elegido para la construcción del templo, volvían a ser enterrados con sus raíces en el lugar previamente delimitado, y rellenando los huecos con muchas piedras, casi a presión, para que las columnas no se desplazaran ni un solo centímetro. Previamente, las raíces eran chamuscadas al fuego para hacerlas más resistentes a la humedad.

Venía luego el trabajo de los carpinteros. Limpio el tronco de toda rama, aquellos hombres trabajaban la madera como expertos ebanistas y lograban dar forma a unas columnas salomónicas, iguales a las que allí iban a servir para levantar el templo.

La igualdad y exactitud de todas ellas era extraordinaria y hoy sorprende cómo pudo llegarse a tanta perfección con los medios tan escasos y primitivos que tenían a mano.

Aquellas columnas, en disminución su grosor hacia arriba tenían en su parte superior unas estrías cuyo ángulo de paso debía ser de 45º. Allí habrían de encajarse las vigas de la cubierta de madera y sobre ella, el tejado siempre en plano inclinado para el vertido de las aguas que cuando llega la temporada de las lluvias torrenciales en Chiquitania cualquier precaución es poca.

La planta de cada iglesia seguía un patrón base: sesenta y seis metros y medio de largo, veinte de ancho y doce y medio de alto, con dieciséis columnas centrales y otras tantas destinadas a sostener las galerías laterales. Más altas las columnas centrales. Y en tamaños descendentes el resto para lograr una techumbre a dos aguas.

Los adobes acumulados directamente sobre la tierra sin cimentación alguna, se convirtieron pronto en sólidas paredes. No había necesidad de arrancar con la cimentación bajo tierra porque la zona está fuera de los movimientos sísmicos más comunes en la zona andina y no en la amazónica y sus vecindades.

Mientras, en las tejerías que los propios jesuitas habían organizado se fabricaban ladrillos, baldosas y tejas. Todo iba destinado al embellecimiento de la iglesia.

Las baldosas de cerámica cubrían el suelo. En las paredes se abrían huecos para las correspondientes puertas y ventanas. Y los albañiles y artesanos labraban y pintaban la parte frontal exterior, el atrio, siguiendo pautas que el P. Schmid les marcaba, dentro de lo que hoy conocemos como barroco sudamericano, siempre espectacular.

DETALLES

Ya tenían el templo, pero vacío, desnudo. Ahora debía comenzar la siguiente etapa, la de dar contenido al recinto; es decir, el retablo, los altares principal y laterales, el púlpito, el baptisterio, las pinturas murales y el campanario, casi siempre, independiente del edificio.

En este contexto, sorprende la belleza de los retablos barrocos y los púlpitos de las iglesias misionales.

Sus autores fueron hombres anónimos, auténticos maestros artesanos, que se hicieron a sí mismos, con los consejos de unos jesuitas que tampoco sabían del tema porque su vida había estado centrada en los estudios filosóficos y teológicos en las casas de formación, pero tenían en sus cerebros el recuerdo de las iglesias europeas que bien conocían y por encima de todo ello, mucho sentido común.

Con las cenizas de otro árbol, el palo morado, se blanqueaban las paredes, y con las del urucul conseguían el color rojo para teñir.

Pronto fueron pintadas las paredes, fundamentalmente con dibujos en rojo. Enseguida, las esculturas y cuadros. Unas esculturas y unos cuadros, que en muchos casos, tenían evidente influencia de la escuela cuzqueña, tan importante y tan personal.

Los retablos eran de muy distinta factura, según necesidades de tiempo y de gente capacitada para ello. Porque, como ha quedado apuntado, había iglesias que podían seguir en su construcción patrones pre-establecidos, pero otras se erigían con mayor libertad e independencia en su trazado. Por ejemplo, la de San José de Chiquitos con un frontis de piedra y cal, de gran empaque a la par que sencilla.

Se trata de una fachada que cubre todo un lateral de la plaza que destaca por su armonía en las proporciones, tanto en lo que es la propia iglesia como en el campanario, capilla del cementerio y las paredes de sus patios interiores.

Hay iglesias como las de San Ignacio, San Miguel, Concepción, San Javier y San Rafael con retablos apabullantes, grandiosos y magníficos y las de Santiago, San Javier y Santa Ana, por ejemplo, con menos lujo y tamaño, pero no menos bellas. Y lo mismo puede escribirse de sus púlpitos y sus confesionarios.

La de San Miguel ofrece la novedad añadida de estar algo elevada sobre el nivel de la plaza. Trece escalones hay que subir para llegar al atrio. Eso le da más empaque.

En resumidas cuentas, sólo por admirar las iglesias misionales vale la pena sobrellevar con alegría las dificultades de la ruta que, en definitiva, son superables si se recorre la zona en el vehículo apropiado, e incluso, en un autobús.




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