domingo, 18 de septiembre de 2011

Ocho cascadas incitan al deporte extremo en el barranco de Santa Rosa del vagante

Cuando eran niños, los hermanos Lucio y Sabino Mendoza salían a jugar por los alrededores de su comunidad, Santa Rosa del Vagante, en Coroico. Desde lo alto de un estrecho barranco veían correr un río saltando de poza en poza. Ahora son los promotores de El Vagante, un emprendimiento comunitario que ofrece canyoning & trekking o, lo que es lo mismo, descenso de barranco y senderismo. Con ello pretenden revitalizar la economía de su tierra y evitar que los jóvenes emigren. Y parece que la idea les funciona: hace unos años, cuentan los Mendoza, en el pueblo vivían 15 familias; ahora, ya son 30.

Desde hace un año arrancó con todas las de la ley este proyecto que promociona una ruta de ocho cascadas extremas. Cuenta con una oficina en una de las esquinas de la plaza de Coroico, en los Yungas. En el sitio nos recibe Lucio, su hermano Sabino y su tocayo, que es de otra comunidad de la zona. En total, la empresa cuenta con cinco personas capacitadas como guías, a través de la facultad de la Universidad Católica que opera en ese municipio. En nuestra visita nos acompañan dos guías y Sabino que, aunque no está oficialmente titulado, tiene conocimientos en el manejo de los equipos.

En la oficina hay dos jóvenes extranjeros que se unen a la aventura: una irlandesa y un estadounidense que ya hicieron el descenso el año pasado; les gustó y quieren repetir. Todos nos embarcamos en una movilidad privada. “El taxi es también de la comunidad”, dice Lucio, con un dejo de orgullo. El objetivo de la empresa apunta implicar a la mayor cantidad de gente, tanto de Santa Rosa como de otras poblaciones aledañas, para contribuir al desarrollo.

Por el trayecto, los dos hermanos y el guía van explicando qué vemos a ambos lados: árboles frutales, café y vastas extensiones de plantaciones de coca en las laderas de enfrente. La carretera desciende oscilante por una montaña. Al llegar a los pies de ésta, nos detenemos en un puente. Abajo, se hallan las pozas de El Vagante. La gente mayor, explica Sabino, relata que antaño llamaban al río El Bajante, por su constante caída. Y el apelativo fue inspiración para bautizar al río y al emprendimiento de los Mendoza.

Minutos después, tras haber dejado atrás al puente, llegamos a Santa Rosa, una pequeña aldea de casas dispersas. El vehículo se detiene en una explanada y dejamos allí las pertenencias que no son indispensables. Los guías nos entregan unas botellas de agua. Es casi mediodía y el sol aprieta. Pasamos por al lado de la vivienda del antiguo hacendado. Luego, vemos el vetusto molino de café y la ermita, en cuya puerta todavía quedan vestigios de las fiestas locales, celebradas unos días atrás.

Rumbo al barranco
Comienza el descenso hacia el barranco. Lucio va contando cómo camina la vida en Santa Rosa. Vemos la casa de un familiar suyo con el patio lleno de hojas de coca al sol: “Ése es el proceso de secado de la coca. Se la saca pronto en la mañana y se la recoge al mediodía”, antes de que se estropee. El aire está impregnado de olor a café. Es la época del florecimiento de los cafetales.

Cerca de nosotros se oye el revoloteo de las aves y el chillido de algún que otro mono. Es una zona rica en fauna y flora, afirman los dos hermanos, orgullosos de su tierra, y todos viven en perfecta armonía. Allí hay osos, pero Lucio asegura que nunca bajan hasta el pueblo: se quedan cuidando los ojos de agua, donde nace el río. Son los guardianes de El Vagante.

Después de caminar durante unos 20 minutos, y de pasar entre los campos de coca, llegamos al cambiador. Allí nos reparten nuestros trajes de neopreno (cauchos sintéticos). Esto no es apto para vergonzosos, pues el lugar consta de tres paredes hechas sólo con cañas, que están divididas en un espacio para hombres y otro para mujeres por un “muro” de la misma planta que no da mucha intimidad...

Ya ataviados, los guías nos colocan el arnés con su mosquetón y su descensor en forma de ocho; nos entregan el casco. Pasando algo de calor, proseguimos el descenso con el sonido de agua corriendo de fondo.

Poco a poco en la oscuridad
Por fin llegamos al río. Metemos nuestros pies en el agua, que nos llega a la altura del tobillo. Es divertido y nostálgico sentir cómo se mojan nuestros pies enfundados en las zapatillas. Parece que regresamos a la infancia, cuando no importa estar empapado.

La luz del mediodía no llega a entrar en el barranco, que se va estrechando y oscureciendo poco a poco. El agua se encuentra fresca y clara. Por nuestro lado pasan mariposas con sus alas azuladas.

Nos detenemos ante la primera de las ocho cascadas extremas que nos esperan. Uno de los guías comienza a preparar las cuerdas para el descenso, mientras otro nos brinda un curso acelerado de nociones básicas para realizar la actividad deportiva.

Los anclajes metálicos en la roca fueron incrustados por Diego Cabanillas, consultor español de deportes de aventura. De hecho, él tuvo la idea del proyecto cuando conoció el barranco, durante un viaje por esta zona. Implementó la instalación junto a jóvenes participantes de la comunidad, entre ellos Lucio, que con la ayuda de sogas tuvieron que trepar por las laderas escarpadas para poner los anclajes en las paredes líticas. Ahora sólo hay que colocar y quitar cuerdas y asegurarse a ellas con los mosquetones para dar rienda suelta a la aventura.

Los forasteros aguardamos en fila. Uno de los guías desciende primero. En un santiamén ya está en la poza de abajo. Llega el esperado momento para los aventureros aficionados: al borde del primer descenso, me ofrezco como voluntaria para bajar la cascada de suelo rocoso y resbaladizo. Lucio engancha mi mosquetón a la cuerda de seguridad que corre paralela a la pared y me invita a situarme al borde. Se esfuma el valor. El miedo empieza a recorrer el cuerpo, aunque no hay muchos metros entre nosotros y la poza de abajo. Pido consejos e indicaciones atropelladamente a Lucio y él, para otorgarme confianza, me anima a dejarme caer hacia atrás sostenida por el mosquetón, enganchado a la cuerda de seguridad.

Una vez comprobado que la instalación es segura y podrá soportarme, Lucio enrolla la cuerda al ocho dorado de mi arnés y desengancha el mosquetón de seguridad. Entonces, hay que poner en práctica lo que se nos ha explicado antes: hay que echar el cuerpo hacia atrás, formando un ángulo de entre 45 y 60 grados con respecto a la pared, con las rodillas estiradas y los pies totalmente apoyados (si los ponemos de puntillas, nos resbalaremos). En esta época del año, el río tiene menos agua que durante las lluvias, lo cual permite al visitante elegir, en la mayoría de las cascadas, ir bajo el chorro de agua o por un lado más seco. En medio de la tensión Sabino asegura, con pícara sonrisa que, cuando el río lleva más agua, el descenso es mucho más emocionante, que genera más adrenalina.

¡Gerónimo! Descenso extremo
Comienzo a bajar. Mi mano derecha va soltando cuerda y el cuerpo va descendiendo a pequeños golpes. Poco a poco, conforme vayamos recorriendo las ocho cascadas, iremos agarrando más soltura.

Uno a uno, los demás bajan por la pared. Siempre queda un guía arriba, para enganchar la cuerda, brindar más consejos y comprobar que todo se realiza bajo las normas de seguridad estipuladas. Cuando se hallan dos guías abajo, esperando, uno de ellos va preparando las cuerdas para el siguiente descenso. Así, se gana tiempo.

En una de las cascadas más altas, no queda otra que bajar por el agua. Como ya es costumbre, bajo primera, tras el hermano de Lucio. Al situarme en posición de descenso, siento el agua caer con fuerza sobre el casco, impidiéndome ver el paisaje. Se cuela por las mangas y el cuello del traje de neopreno y la siento correr, fría, por la espalda. Suelto cuerda y empiezo a bajar.

No veo ni la pared ni cuánto falta para llegar a la poza, pero oigo los ánimos que me dan los guías: “¡Muy bien!” “¡Ya queda poco!”.

Mientras espero a que baje el resto del grupo, Sabino me explica que en un hueco que hace la roca anida un pájaro, amante de la oscuridad y tranquilidad del barranco. Cuando su tocayo desciende, se acerca al nido para comprobar que existe un huevo. Otros habitantes del cañón yungueño, las mariposas azuladas, revolotean incesantemente sobre nuestras cabezas.

Vamos avanzando. Cada vez quedan menos cascadas para llegar al final; ahora que ya nos sentimos más ágiles. El barranco se va ensanchando y entra cada vez más luz. Al final, llegamos al río de lecho de piedra y arena con aguas claras. Caminamos un trecho y, después, Lucio nos muestra cómo acostarnos en el agua y dejarnos llevar por la corriente. Cuando nuestros cuerpos quedan varados en la arena, nos levantamos, caminamos y, más adelante, nos dejamos arrastrar de nuevo. Inolvidable.

Saltando desde las rocas
Al final llegamos a la confluencia del río con otro, mucho más frío, que cae de una alta y caudalosa cascada. Hasta allí vamos a bañarnos (a pesar de lo fría y profunda que está el agua) y a saltar desde las rocas.

Tras el baño, los guías nos entregan una cajita con sándwich, galletas, fruta y agua para reponer fuerzas. Posteriormente, nos damos otro baño y, finalmente, nos quitamos los neoprenos, nos vestimos y comenzamos a subir por un sendero lleno de maleza hasta la carretera. Todo el frío que sentíamos en la cascada se esfuma bajo el sol de la tarde. Dan ganas de volver atrás.

Subimos a la movilidad, cansados y felices. Medio dormidos, regresamos a Coroico, pensando en cuándo volveremos a El Vagante. Ya le hemos agarrado el gusto a brincar de poza en poza, en la nueva ruta turística extrema de los Yungas paceños.


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