domingo, 14 de octubre de 2012

Al norte de la Isla del Sol

Verano de 2010. Nos juntamos en la Terminal de Buses de La Paz, el punto de encuentro interdepartamental; allí nos reunimos ese día: yo acostumbrado al frío paceño y ella pagaba el derecho de piso que La Paz exige a sus visitantes; en la misma terminal tomamos una taza de café en esas mesas desde donde ves pasar a connacionales y extranjeros e intentas adivinar su procedencia, pues escuchas diferentes acentos y a gritos los nombres de otras ciudades.

Salimos de la terminal rumbo al Cementerio y llegamos a la calle llena de comerciantes y turistas, desde donde los buses salen a Copacabana; hay familias, turistas, lugareños, todos sabemos que Copacabana es una mezcla mística de la naturaleza y Dios, de lo sagrado del lago y la Virgen. Una vez allá, buscamos dónde hospedarnos. En un viaje a Copacabana se convive con una diversidad de culturas.

Al día siguiente partimos hacia la Isla del Sol, pero no en esas embarcaciones llenas de turistas, sino en una especial, porque íbamos al lado norte; a bordo, los lugareños viajaban en la parte baja del bote, con cajas de cerveza, refrescos, comestibles, unas bolsas de cemento y materiales de ferretería; arriba iban los turistas: unas chicas chilenas, chicos argentinos y brasileños, además de nosotros, dos bolivianos; todos manteníamos independencia en las conversaciones, nunca se dio un diálogo general.

Ya en la isla, buscamos el único hostal, donde nos hospedamos, y nos hicimos amigos del administrador, a quien le hablamos en aymara; comentó sobre lo positivo y negativo de los turistas extranjeros y nos dio información sobre los lugares más interesantes de la isla; esa tarde salimos a dar una vuelta y nos encontramos con una playa de arena blanca, bellísima, donde acampaban aquel día sólo los extranjeros.

Al día siguiente partimos hacia las ruinas: fue un día espectacular, porque admiramos ese pequeño y bello rincón del país. La hora de compartir llegó en la tarde; después de conocer las ruinas, pasamos por unas casitas de los lugareños, quienes se habían organizado por turnos para atender un restaurante y quiosco comunitarios; unas turistas españolas nos recomendaron la comida –“es buena”, dijeron-, por lo cual pedimos pejerrey con un puré exquisito; nos trataron muy bien, la calidad del servicio fue de excelencia: las mujeres en la cocina hacían lo suyo y los hombres, afuera, eran garzones y espectadores. Fue una experiencia única e irrepetible.

Éramos, como dije, los únicos turistas bolivianos en el lado norte; el tercer día abordamos una embarcación que nos condujo al lado sur de la Isla del Sol; nos encontramos con muchos connacionales y luego iniciamos el retorno hacia el lado norte, a pie; en el camino nos topamos con gente que iba hacia el sur e intercambiamos saludos, que los viandantes respondían en diferentes idiomas; luego, también en la ruta, los comunarios compartieron con nosotros sus experiencias con el turismo: es decir, sus riesgos y beneficios para la isla; en medio de esa conversación, algunas niñas nos ofrecieron fósiles, de los cuales quisimos saber más –por ejemplo, de dónde procedían-, pero las pequeñas sólo respondían con monosílabos; fue después de esa charla que mi acompañante cuestionó mi aymara, por lo cual, para demostrar que tenía competencia en ese idioma, conversé con unos pastores que al vernos nos pedían monedas: cuando les hablé en aymara, surgió un diálogo tan sincero y alegre que nos dieron detalles sobre su vida entre los cultivos, los rebaños de ovejas y la escuela.

La Isla del Sol tiene mucho de mágico; caminar por la cima en la Ruta del Inca y ver los dos extremos de esa superficie, en medio del lago Titicaca, es algo espectacular y entonces se puede comprender el significado de ese lugar para una cultura; en suma, es posible valorar el origen de los pueblos indígenas en un sitio que hoy permanece entre la aridez y el verde, cuyas ruinas nos muestran, con diferentes lenguajes, la interculturalidad de la vida, la integración y el reencuentro de personas.

Esa noche, gracias a nuestro amigo el administrador del hostal, quien no era ningún gerente, sino un sencillo poblador más, fuimos invitados a participar en la fiesta de egreso de un reservista del servicio militar, pero nos negamos porque queríamos que esa fiesta preservara su carácter comunitario y sólo nos limitamos a presenciarla, sin ser parte de ella. Fue una noche inolvidable, porque los turistas celebraban con fogatas y música y los pobladores con su propia fiesta: ahí estábamos nosotros, en medio, en un atardecer lindo, entre el ocaso, las bandas de música, el sonido de las zampoñas, las tarkas y los ritmos que bailaban los turistas.

En el silencio matutino del cuarto día, en medio de los rostros trasnochados de los turistas extranjeros y de los amables y acogedores semblantes de nuestros anfitriones, nos despedimos con pena. Ese día comprobamos que cuando tratas bien a una persona, y de igual a igual, eres correspondido y eso sentimos con los comunarios y turistas. Fue una estadía mágica, quizás porque el Sol nos había hospedado en su isla y nos enseñó a vivir en armonía con el mundo.


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