lunes, 10 de junio de 2013

El cielo en el salar Un espejo para calibrar los sentidos.



La lluvia ha sido muy breve; sólo unos pocos milímetros de agua cubren la superficie del terreno y, como por arte de magia, el límite entre la tierra y el cielo ha desaparecido. El Toyota en el que viajamos parece flotar sobre las nubes, deslizándose sobre la brillante extensión de un gigantesco espejo: el Salar de Uyuni, un orgullo para los bolivianos.

Diez billones de toneladas de sal están confinadas en una superficie de 10.582 kilómetros cuadrados, ubicados al suroeste de Bolivia. Los cálculos realizados con el sistema de posicionamiento global (GPS) son muy precisos y han demostrado que las variaciones en la superficie del terreno son menores a un metro, lo que hace de la capa del salar la más plana del planeta y, por tanto, ideal para calibrar los altímetros de los satélites de observación que orbitan alrededor de la Tierra.

Tal calibración es cinco veces más precisa que hasta hace poco se hacían tomando como referentes los océanos. En época de lluvia (entre enero y marzo), el agua se acumula uniformemente en esa enorme planicie potosina, transformándola en el espejo más grande de la Tierra, fácilmente distinguible desde el espacio.

Nos dirigimos al hotel de sal Playa Blanca, que aparece frente a nuestros ojos como un espejismo suspendido entre la realidad y la imaginación. Sus paredes están hechas de bloques de sal, cuya textura y color particular dan a la construcción un tono café con leche que se alterna con capas marrón de barro lacustre y blanco de sal. Existen aproximadamente 11 capas de sal en la costra superficial, con un espesor de hasta diez metros; por debajo, el salar tiene una profundidad de 120 metros y se estima que contiene nueve millones de toneladas métricas de litio, la mayor reserva de ese mineral en el mundo.

Desde el hotel se distingue el volcán Tunupa que, según distintas versiones de una misma leyenda, dio origen al Salar de Uyuni. Se cuenta que en tiempos antiguos, cuando las montañas caminaban y amaban, Tunupa, una hermosa doncella, se enamoró del cerro Kusku, el cual la abandonó por ir tras la montaña Kuskina. Tunupa comenzó a llorar y sus lágrimas se mezclaron con la leche con la que amamantaba a su recién nacido y todo se derramó como un mar que cubrió la tierra.

Geológicamente, el salar es producto de la transformación prehistórica de los lagos salinos Michin y Tauka hace aproximadamente 40.000 años.

Ha comenzado a caer la tarde y el sol se pone sobre el salar. Es un momento mágico; el caleidoscopio del ocaso pinta la superficie con fuertes rojos y naranjas, destellos de fuego y oro. Como si estuviésemos caminando por el cielo y jugando con las nubes, los últimos destellos del astro incandescente nos envuelven dando la impresión de una cercanía incomparable, a pesar de estar a 149 millones de kilómetros de distancia.

A la hora de la cena, hay que sentarse ante las mesas hechas de bloques de sal. El menú empieza con una sopa de papalisa seguida del plato principal que consiste en carne de llama acompañada de papas y chuño p’uti (rebozado con huevo).

La comida reconforta y nuestros espíritus están en alto al recordar las experiencias vividas durante el día en medio de incomparables paisajes.

Salimos a tomar aire. La noche tiene una serenidad y frescura exquisitas; la bóveda celestial fulgura con los destellos prehistóricos de billones de estrellas, algunas de ellas quizás ya extinguidas. El firmamento que contemplamos es tan real y tan sublime, que sólo después se nos ocurrirá pensar en que pudo ser el reflejo de un pasado distante.

Absorto, mirando el cosmos, no me había percatado de que el cielo se encuentra también a mis pies. En la superficie anegada del salar se refleja perfectamente el firmamento; cada detalle del universo, cada destello estelar, por más débil que sea, está fidedignamente reproducido en ese piso cuya área resulta inmensa: 120 km de ancho y 140 km de largo.

La sensación es fantástica: puedo percibir claramente la brillante extensión de la Vía Láctea, la Cruz de Sur, el Cinturón de Orión y otras constelaciones que parecen desfilar en la superficie blanca.

La experiencia es casi mística y se hace difícil resistirse al impulso de lanzarse, zambullirse y nadar en medio del fantástico mar de estrellas.

En este momento, mi memoria se remonta a la vez que puede compartir con los chipayas, en una comunidad a las orillas del Salar de Coipasa (Oruro).

Recuerdo mi admiración por su lenguaje ancestral, su cultura y sus casas redondas ingeniosamente construidas para dispersar los fuertes vientos que castigan la región. Los habitantes de ese pueblo me contaron de las travesías de tiempos ancestrales, cuando caravanas de llamas transportaban bloques de sal y cruzaban el Salar de Uyuni de noche para eludir el deslumbrante sol. Los llameros avanzaban consultando el cielo, guiados no por las estrellas sino por las manchas oscuras que se observan en la Vía Láctea, creadas por las variaciones en la densidad de estrellas que forman esa gigantesca galaxia.

Esta noche, mirando el cielo en el espejo del salar, se revela a mis ojos lo que veían los chipayas. Distingo con claridad una llama y un cóndor celestiales, los mismos que han guiado a nuestros ancestros con precisión y seguridad. Esta visión reflejada nítidamente en el espejo mágico del salar me inspira y abre mi mente y mi corazón a una nueva dimensión del conocimiento.

(*) El autor es Prof. cátedra de Neurocirugía de la Universidad Dalhousie, en Halifax (Canadá).




No hay comentarios:

Publicar un comentario