Extrañaba el clima caluroso y húmedo de los paisajes orientales, no los visitaba desde hacía casi dos años. Pero ésta vez quería un ingrediente más, algo no tan común y que vaya de acuerdo con mi otra pasión personal: la fauna. Resolví conocer el parque Ambue Ari de 800 hectáreas de superficie, situado a 45 minutos al noroes-te de Ascensión de Guarayos camino a la capital beniana.
“Cuando el último árbol sea cortado, cuando el último ani-mal sea cazado, cuando el último río sea contaminado, se-rá entonces que el hombre se dará cuen-ta que el dinero no se come…”, frase fiel-mente copiada de un cartel pintado de verde a la entrada del parque Ambue Ari, un Centro de Custodia de Fauna Silvestre; crea-do por iniciativa de la Comunidad Inti Wara Yassi, organización sin fines de lucro dedicada a defender, res-catar, cuidar y rehabilitar animales silves-tres víctimas del maltrato y comercio ile-gal. Bajo la tutela del parque Ambue Ari figuran decenas de animales de diferentes especies, uno de ellos, el que más me lla-mó la atención por su existencia de sufrimiento y al que me hubiera gustado cono-cer en persona, fue a Don Juancho, un jaguar longevo que quedó ciego por acci-dentes “fortuitos” cuando vivía aislado en una jaula estrecha en el zoológico de San-ta Cruz; su vida entera fue prácticamente arrebatada sin cometer delito alguno ¡Qué cruel e injusto! Ambue Ari significa “nuevo día”, de seguro aquí los animales lastimados tienen una se-gunda oportunidad para vivir con calidad y calidez humana, tal como tantas veces lo escuché en las propagandas.
Algunas vicisitudes en la ciudad de Santa Cruz y el repentino inicio de un blo-queo en la localidad de El Puente por parte de los productores arroceros (en-tre San Ramón y Ascensión de Guarayos), terminaron por cambiar el itinerario en la mira. Los trabajadores del agro pe-dían a Emapa que les su suba el precio de compra de la faena de arroz en 15 puntos más. “Bloquear es la idiosincrasia de nuestro pueblo, nada podemos ha-cer”, me dijo resignada la funcionaria de una línea aérea en la terminal Bimo-dal, mientras esperaba pa-cientemente que el conflic-to se solucionara lo antes posible, no sucedió así. Es-te tipo de “atentados” a la libre circulación por el país, obviamente la paga quien nada tiene que ver con sus asuntos. La penúltima vez que estuve por ese sector, y vaya suerte la mía, tuve que caminar algunos kiló-metros con tres equipajes a cuestas, el chofer de la flota no tuvo compasión por nadie, menos mal que era de madrugada (por el calor); el trasbordo hacia la capital cruceña fue otro tormento. En ese enton-ces, las demandas de estudiantes univer-sitarios exigían la creación de una facultad en San Julián, tarea encomendada a la universidad estatal local, y como era lógi-co, la mejor forma de presionar era blo-quear todos los ingresos a la población.
Conocer la plaza principal y sobre todo la iglesia estilo misional de Ascensión de Guarayos fue singular, aunque me hubiera gustado hacerlo no de la forma apresurada en que lo hice, y todo por culpa del suso-dicho bloqueo. Alterados los planes, solo tenía en mente llegar a la ciudad de Trini-dad haciendo otro trasbordo en la pobla-ción de San Pablo.
En plena urbe trinitaria se localiza el parque El Pantanal, un pedacito de tierra sacado de las “pampas” del Beni. Apenas di unos pasos y un simpático taitetú corrió al encuentro para darme la bienvenida, lo acaricié y se comportó tal como se com-porta un cariñoso perrito con su amo. Un rápido vistazo puso al descubierto algo inesperado, aún estaban las petas de pa-tas amarillas y las taricayas, las sicurís y los yacarés, y dije aún, porque ya no divisé a la única anta del parque, tampoco a las tres urinas, ni a los dos ciervos de los pantanos grabados en la anterior vi-sita y que andaban suel-tos, también faltaban ba-tos, el parque se veía casi vacío y triste sin su grata presencia. “Seguro se los comieron”, me respondió un mototaxista rumbo a la loma Suarez al comentarle sobre los animales ahora inexistentes. Escucharlo me dejó estupefacto, y pensar que vine de “tan lejos” solo para mirar y ad-mirar a esas criaturas, sa-biendo que son las verda-deras estrellas del parque. El mismo mototaxista me contó que hace un mes aproximadamente, encontraron a la sicurí más grande del parque en las cercanías de Ascensión de Guarayos, fue robada y quién sabe para qué fines; los cleptóma-nos entraron por el deteriorado alambrado trasero. “Preservar la flora y fauna…” se lee en el letrero de la puerta principal, pero aparentemente a nadie le importa. Pese a sus actuales carencias y con el debido cuidado ornamental que se merece, este lugar aún resulta fascinante para los amantes de la naturaleza. Animales en libertad, palmeras y árboles nativos, lagu-nas llenas de vida con Victorias regias so-bre su superficie.
El museo etnoarqueológico “Kenneth Lee”, lo dejo para otra ocasión, pues es necesario de más espacio solo para describir a ésta otra joyita trinitaria.
Solo 50 minutos me se-paraban de la ciudad de La Paz, cargado de cuñapés calientitos, llaveros con ta-cús y carretones, cocos, almendras y un exquisito copoazú comprados en el Mercado Campesino, esta-ba resuelto a cumplir un último deseo para deleitar mi vista: observar desde las alturas al río Mamoré y las innumerables lagunas construidas por las Cultu-ras Hidráulicas de Moxos a lo largo de su recorrido en ambas riberas, sin duda, una muestra de lo mágico que son las tierras orientales.
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