domingo, 17 de febrero de 2013

La sorprendente Casa Dorada

En Tarija, a fines del siglo XIX, tal vez mucho antes, se comenzó a tejer la leyenda negra del propietario de la Casa Dorada o Maison D’Or, don Moisés Navajas Ichazo. En ese entonces, la ciudad tenía apenas una población de 17.000 almas, por lo que nadie comprendía por qué, en una aldea de tan limitadas dimensiones y de tan diminuto mercado, Navajas había llegado a acumular una de las fortunas más sólidas del sur del país.

Se decía, por ejemplo, que Navajas “fabricaba” su propio dinero, porque nadie, como él, lograba que se multiplicara con tanta facilidad en un medio en el que sólo sobrevivir ya lindaba con el milagro.

Pero otros se inclinaban a creer una versión mucho más fantástica: algunos oficiosos “testigos” juraban que, escondidos, habían visto a Navajas, por las noches, jugar a la taba –el tradicional juego legado por los españoles, que consiste en arrojar una rótula de vaca, que puede caer en suerte o azar (culo)- con el mismísimo diablo; las apuestas, aseguraban, eran fortísimas y los fajos de dinero estaban ahí, en el suelo: buen tirador de vuelta y media, Navajas clavaba suertes, a veces lanzaba pininos seguidos, en la cancha de barro de Belcebú, quien, si creemos que disfruta azuzando la codicia de los jugadores, devolvía la taba tirando azares o, lo que es lo mismo, perdiendo ante su rival humano, quien, como debe ser, aprovechaba la impericia del Maligno subiendo cada vez más las apuestas; o podría ser también que Satanás fuera tan mal jugador, y Navajas tan bueno, que ardiera ahí mismo de rabia y lanzara nauseabundas nubes de azufre, que sin embargo no lograban romper la concentración del jugador que tenía al frente y que, con gran precisión, seguía clavando suertes con la taba y llenándose los bolsillos de plata.

Los comentarios sobre el origen sobrenatural de la fortuna de Moisés Navajas alcanzaron una inusitada intensidad cuando el 1 de enero de 1903 se terminó de edificar la monumental mansión de original color dorado, situada ahora en la esquina de la calle Bernardo Trigo e Ingavi (es la lujosa casona que se puede ver como ilustración principal en los billetes –el dinero está íntimamente relacionado con la vida de Moisés Navajas- de 20 bolivianos). La construcción se inició aproximadamente en 1887 y terminó después de 16 años.

Y cuando, hasta el día de su muerte, todas las tardes, a las 17:30, se lo veía en el balcón principal de la Casa Dorada, apoltronado en un cómodo sillón y con la mirada perdida, al lado de doña Esperanza Morales Serrano, su esposa, los envidiosos todavía comentaban que, paradójicamente, con el dinero que le había esquilmado a Mandinga se había dado el lujo de visitar al Papa en el Vaticano y de comprar al contado una bendición-indulgencia que acaso usó como pasaporte para ir directo al cielo.

Un visionario

Pero la historia de la fortuna de Moisés Navajas es más profana, aunque no por ello menos sorprendente.

Descendiente de un capitán de origen vasco, quien ingresó a Bolivia en el Ejército Auxiliar Argentino de Castelli, Moisés Navajas, nacido el 21 de enero de 1865, se dedicó, una vez concluido el bachillerato, a dos negocios que le dieron grandes beneficios: el préstamo de dinero y el comercio.

Navajas era propietario de lo que, en ese tiempo, se conocía como “banco”, aunque es más probable que sólo se tratara de una casa de préstamos –no se sabe, por ejemplo, que haya emitido sus propios billetes, como el Banco Argandoña de Sucre-, que colocaba dinero entre los pobladores de la ciudad y especialmente de la zona rural de Tarija. Al paso de los años, tras ejecutar las garantías hipotecarias y prendarias de los créditos no pagados, Moisés Navajas se convirtió en un potentado citadino y a la vez en un próspero terrateniente.

Pero, visionario como pocos de sus coetáneos, vislumbró posiblemente que el dinero del “banco” rendiría mejor si se lo empleaba en el comercio, por lo que, con respaldo del necesario capital, en pocos años erigió un imperio comercial que, con base en Tarija, tenía como principales mercados las ciudades del norte argentino –Jujuy, Salta, Tucumán y hasta Córdoba- y, por supuesto, también Sucre, Potosí, Oruro, La Paz y Santa Cruz.

“Don Moisés realizaba largos viajes a Europa, principalmente a Italia, donde en ese tiempo florecía la industria, y traía las más finas mercaderías para sus tiendas”, me dijo, en una entrevista efectuada hace algunos años, el ex director de la Casa de la Cultura de Tarija, Carlos Torri. Los viajes duraban al menos cuatro meses: en mula hasta la Quiaca, en tren hasta Buenos Aires y en un vapor hasta Europa.

“La gran fortuna de don Moisés no tiene explicación si creemos que sólo vendía lo que importaba a los tarijeños. Tenía un mercado amplio. Y es posible que, cuando regresaba de Europa, ya fuera vendiendo lo que traía por las ciudades argentinas y luego en La Paz, Sucre y Santa Cruz”, explicó Torri.

¿Por qué se habla de las tiendas, en plural? Porque Moisés Navajas organizó una, para su tiempo, colosal cadena de nueve comercios de diversos rubros que operaba en la planta baja de la Casa Dorada. Funcionaba, en uno de los ambientes, la más surtida botica de la época; al lado, una quincallería en la que también se vendían diversos objetos de hierro; por supuesto, se podía adquirir la más fina ropa de moda para damas y caballeros; también instrumentos e insumos para la agricultura. En fin, nueve tiendas en las que se podía comprar desde un sombrero bombín hasta un alfiler.

Las nueve tiendas estaban interconectadas por puertas, las cuales Navajas atravesaba con actitud vigilante, tanto para controlar a los empleados y las ventas como para observar a los clientes. Solía apuntar en una libreta de “observaciones”, conservada hasta la fecha, que cierto cliente era “buen pagador, al igual que sus dos garantes”, por lo que merecía confianza y crédito; en cambio, a otros simplemente los adjetivaba: “tramposos”.

Art Nouveau

En conjunto, la Casa Dorada refleja la personalidad de Moisés Navajas. Era un hombre culto –ejerció la presidencia del Concejo Municipal, entre otros altos cargos públicos, y le gustaban la música y las letras-, un genio para los negocios y también algo beato e inclinado hacia la filantropía, aunque algunos de sus detractores contemporáneos lo tildaron de avaro.

Los arquitectos suizos de origen italiano que proyectaron la mansión, los hermanos Miguel y Antonio Camponovo, artífices de otras importantes construcciones en el país, realizaron una obra de arte en la planta alta (en la baja, como ya se dijo, operaban los nueve comercios), que estaba destinada a la vivienda de los esposos Navajas. Se inspiraron en el estilo Art Nouveau, Jugenstill, Floral o Modernista, en boga a finales del pasado siglo y a comienzos del presente, para darle una línea arquitectónica única a la casona.

En la construcción, se emplearon materiales nativos –piedra, adobe, cal, yeso, barro, tejido de caña hueca entre otros-, “lo que hace aun más admirable la culminación de los detalles estructurales y la ornamentación, tanto en el frontis como en los acabados interiores”, afirmó Torri.

Una escalinata con peldaños de mármol blanco de carrara conduce a la planta alta, donde se destacan el oratorio y sacristía; el salón principal, complementado con una pequeña salita de música; el amplio comedor y la terraza, entre otros lujosos ambientes.

En el oratorio, donde el obispo solía oficiar santas misas a las que asistían los esposos Navajas y sólo algunas de sus amistades, sobresalen el bellísimo altar y dos enormes murales firmados por L. Vegazo y 28 paneles con óleos pintados por fray Helvecio Camponovo, que representan la pasión de Jesucristo.

Tanto en el salón principal como en el comedor penden finísimos y grandes espejos con lunas venecianas biseladas y montadas sobre marcos tallados en pan de oro. Además, en el salón principal, había un piano vertical de fabricación franco-española de la compañía Ortiz & Cusso, de extremado valor artístico y monetario, que revela la gran pasión de Navajas por la música. En el elegante comedor, se pueden apreciar lámparas y arañas de ópalo y de cristal de roca. La vajilla era de cristal de bacará. Las cortinas de la sala principal y del comedor son de damasco y gobelino, en tanto que abundan, en los ambientes más acogedores, las alfombras persas.

Padrino del Carnaval

La terraza, ubicada sobre los almacenes de mercaderías, es una de las secciones más atractivas de la mansión.

Según las crónicas de la época, Navajas era padrino del Carnaval, por lo que solía contratar orquestas argentinas que ejecutaban cuadrillas, fox trots y otros bailes de moda. Las damas invitadas tenían a mano libretas en las que anotaban con qué caballeros deseaban bailar un vals o una polonesa: muchos matrimonios de la élite local se fraguaron en esa amplia y vistosa terraza.

En sus buenos tiempos, el empapelado, con motivos florales, era de color dorado –el paso de los años lo ha decolorado-, mientras que los plafones, algunos deteriorados por las filtraciones del tejado, son de tela y pintados al óleo (algunos combinados con litografías) por el italiano José Strocco.

Lo más impresionante, la fachada, luce almohadillados, cornisamientos, moldurados, cariátides y victorias. Debido a que fue pintada con tonos plateados y fundamentalmente dorados, el inmueble, a tono con la época afrancesada, fue bautizado y conocido como la Maison D’Or.

Sin embargo, pese al boato, los Navajas no tuvieron descendencia, lo que amargó gran parte de su vida matrimonial.

Sin herederos

Los esposos Navajas, cuyas fotografías presiden el destellante salón principal –donde hoy se realizan los actos magnos de Tarija-, discutían frecuentemente a causa de la ausencia de un heredero. Se sabe de mutuas acusaciones de esterilidad, que herían de muerte a la sólida relación.

Tras una fuerte discusión con doña Esperanza por este asunto, Moisés Navajas pronunció, palabras más, palabras menos, lo siguiente: “Te voy a demostrar que la ‘meca’ eres vos”. Y salió dando un portazo. En Tarija se les dice “mecas” a las gallinas que no ponen huevos. Se asegura que Moisés Navajas fue padre de un hijo natural –su madre era una campesina de alguna de sus haciendas-, al que nunca quiso reconocer, aunque físicamente fuera una copia de él, puesto que aquello era, para la época, un pecado mortal. A partir de ese momento, el matrimonio se tornó frío y distante, pero no llegó a resquebrajarse hasta el extremo del divorcio.

Sin un Navajas Morales que la ocupara, la bella Maison D’Or, edificada en casi dos décadas, comenzó un lento e inexorable tránsito hacia la nada. Permaneció con las puertas cerradas por enmohecidos candados mientras la corrosión se apoderaba del salón principal, de los dormitorios, de las prósperas tiendas, de los gobelinos. Y de la terraza, donde aún parecían resonar los ecos de la risa de alguna coqueta damisela de la élite tarijeña.

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