domingo, 6 de febrero de 2011

AULLAGAS: LA CUNA DEL HIJO DEL DIABLO

Por estos cerros anda suelto el hijo del Diablo. Lo llaman “el niño Jorgito” y desde la Colonia ha sido el autor de múltiples travesuras que no cesan hasta el día de hoy. Así lo aseguran los habitantes del municipio de Colquechaca, ubicado en el norte de Potosí.

Los dominios de este revoltoso personaje se encuentra en los alrededores de las ruinas de Aullagas, uno de los primeros asentamientos mineros que se instalaron en Alto Perú y, en su época, el más importante de la región. No es casual, entonces, encontrar en los arcos de piedra que adornan los ingresos a las minas coloniales figuras que emulan el rostro de satanás. Todos labrados en granito. La más famosa es la que se muestra en la entrada de la voya La Venganza, donde el hijo de Leviatán —asegura la tradición oral— se escondió tras ser descubierto por los pobladores.

Jankonaza y Aullagas fueron desde la época precolombina centros tradicionales de extracción argentífera. En el siglo XV, el inca Túpac Yupanqui invadió con sus huestes el área —habitada por runas y yanaconas— debido a la gran riqueza mineral. En 1535, el conquistador Diego de Almagro descubrió las minas del lugar en su paso hacia Chile. Y tres años después, los españoles comenzaron a poblar la región. En Jankonaza, sobre las edificaciones incas, se instaló el cuartel del ejército real. Fue allí donde estuvo preso el líder indígena Tomás Katari, una vez que el levantamiento que comandó fue derrotado.

El descubrimiento de nuevas vetas provocó el abandono total de Jankonaza por parte de los españoles y el fortalecimiento de Aullagas, a unos 10 minutos del primer asentamiento. Desde entonces, las ruinas de Jankonaza han venido siendo destruidas paulatinamente por la acción de cazadores de tesoros, que buscan tapados entre los restos de viviendas.

Las minas de Aullagas no fueron menos importantes que Potosí o Porco. La plata de esta zona ganó rápidamente fama debido a su pureza, por lo que se denominaba rosicler. El año 1576, las voyas de la zona fueron declaradas como patrimonio del rey de España. Muchos mineros, azogueros, caballeros y hacendados asentados en estas minas hicieron grandes inversiones y, asimismo, grandes fortunas.

Hasta 20.000 habitantes llegó a tener Aullagas, “pueblo de la provincia y corregimiento de Chayanta en el Perú”, como se lee en el diccionario geográfico del Consejo de Indias. En esta población se centralizó la actividad pública de la Colonia de toda la región. Joachin Alos, corregidor provincial, inauguró en 1770, en la plaza, el primer Banco de Rescate de Minerales.

Fue tal la importancia de Aullagas, que las autoridades coloniales decidieron que la zona contara con su propia moneda de transacción, el pisu, que se acuñaba con la plata que era extraída de las vetas del área. “En las posadas, con pequeños pero bien provistos bares, se oían grandes voces y risas hasta el amanecer. Había ágrias disputas en las mesas donde se jugaba ‘la pinta’, juego español de dados. Audaces árabes y eslavos agresivos dominaban la escena entonces”, describió el británico Charles Geddes en el libro Patiño, rey del estaño.

La bonanza de Aullagas se extendió hasta finales del siglo XVIII y comenzó su declive durante la República. A pesar de ello, grandes figuras en la historia del país impulsaron proyectos. Uno de ellos fue Francisco Argandoña, príncipe de la Glorieta, quien instaló en Aullagas una sucursal del banco de su propiedad.

Poco a poco, sin embargo, el pueblo comenzó a desfallecer. Sus habitantes decidieron fundar un nuevo asentamiento a unos 15 minutos más abajo del lugar. Llamaron Colquechaca (puente de plata) a su nuevo hogar, ciudad que todavía se mantiene gracias a la explotación de las minas precolombinas y coloniales que están desperdigadas en la región. En Colquechaca se instalaron las empresas de personalidades como Simón I. Patiño, Aniceto Arce, Gregorio Pacheco e Hilarión Daza.

La estocada final para Aullagas se dio en 1970, con el incendio de la iglesia de San Miguel. Hasta entonces, todavía se podía encontrar a personas habitando alguna de las casas de piedra que siglos antes habían sido levantadas por los españoles. Unos feligreses que habían ingresado al templo a orar al Señor de Burgos iniciaron el fuego accidentalmente con sus velas. Hoy, todo es silencio en Aullagas. Sólo los vestigios de piedra dan pistas de la importancia que tuvo en su momento. “En la plaza de Aullagas, durante la Colonia, se originaron dos de las danzas más importantes del país, el tinku y la diablada. Los habitantes de los ayllus Macha y Pocoata se enfrentaban allí una vez al año, impulsados por los conquistadores. Se convirtió, luego, en su rito más importante. La diablada se bailaba con instrumentos nativos. En 1904 apareció en el Carnaval de Oruro, pero ya en 1600 se danzaba en Aullagas”, asegura René Quintana. Según este investigador colquechaqueño, la mayoría de los ibéricos que llegaron al norte de Potosí provenían de Tarrogona, donde se practicaba la tradicional danza ball des diables (baile de diablos, en catalán). Para corroborar su afirmación, Quintana muestra una máscara de yeso con la figura del diablo, que asegura fue datada por investigadores de la Universidad Tomás Frías. “Con carbono 14 apuntaron a que es de 1600”, apunta.

“Los indígenas imitaban y se hacían la burla de los soldados españoles con sus trajes de diablos y de tinkus. Siglos después, han sido los pobladores de Colquechaca que han llevado la danza de la diablada hasta la fiesta de Uncía, y de allí ha llegado hasta Oruro. Antes, al son de cajas se bailaba. El diablo como mono debía saltar; no era como ahora”, señala Ceferino Chile, una de las autoridades originarias.

Chile es un ferviente creyente de la existencia del “niño Jorgito” y conocedor de la historia que dio vida al mito. “El auge de la plata ha traído gente de diferentes lugares. Entre ellos, una solterona cochabambina que se dedicaba al comercio. Una noche fría, un visitante ha golpeado su puerta. Con su mechero de grasa ella le alumbró el rostro y el forastero le dijo que sufría de frío y que por favor lo alojara. Una copita de vino moscatel le ha ofrecido. Tan educado era, que ella terminó haciéndole pasar. Ha dormido en una patilla de adobe. Al día siguiente, no había el caballero. A los meses nomás ha aparecido la chola embarazada.

‘¡Cómo, si con ningún hombre he estado!’, decía. Nació el pequeño Jorgito. Unos cuernitos le había salido y su madre, los ocultaba con ch’ullito. Pero los otros niños le han sacado y se han asustado, con sus papás más. La gente le ha empezado a criticar y él le confesó a su madre que no era humano, el hijo del Diablo había sido. Luego se ha escapado el niño Jorgito hasta las minas de las montañas para hacer travesuras en venganza de las burlas”, narra el indígena.

En Chectakhollo, por ejemplo, el maléfico personaje se encargaba de poner armas letales en las manos de los borrachos que discutían debido al exceso de alcohol. Entonces se mataban entre sí, según escribió Jesús Aliaga en su obra Reseñas histórica, leyendas y cuentos colquechaqueños.

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