domingo, 7 de julio de 2013

Mérida, ancestral y moderna



El paladar es presa de un sabor único. Una mezcla de amargo y salado ha dejado huella en la carne que, envuelta en hojas de plátano, se quiebra al toque del tenedor. El comensal cede inevitablemente al jugoso trozo de cerdo marinado en achiote (especia de color rojizo-amarillento proveniente de la semilla de un arbusto cultivado en ciertas regiones intertropicales de América) y naranjas agrias, horneado tradicionalmente bajo tierra y acompañado en el plato por cebolla morada picada y previamente cocida con vinagre y extracto de limón.

Esa combinación de ingredientes recibe el nombre de cochinita pibil, una de las joyas gastronómicas de Yucatán, México. La preparación es también degustada en tortas, al medio de un bolillo (pan) o tacos, sobre tortillas de maíz. Además, el cerdo puede ser reemplazado por pollo, con lo que la denominación cambia a pollo pibil. El término “pibil” refiere al método de cocción, pues tiene su origen en la palabra maya pib, que significa “enterrado”.

En Mérida, la capital del estado, la cochinita pibil y sus variantes están en restaurantes de todo tipo, así como en los puestos de comida del mercado Lucas de Gálvez, próximo al centro de la ciudad. Pero hay más en el patrimonio culinario de Yucatán. Apunte usted algunos otros platillos: sopa de lima —consomé de pavo desmenuzado con pedazos de fruta, tortillas de maíz fritas y rábanos—; el relleno negro —caldo hecho de un recado oscuro (elaborado con chiles y condimentos) y en el que flotan piezas de pavo y un rollo de carne de cerdo molida y huevo cocido—, y los papadzules: tortillas de maíz rellenas de huevos duros y bañadas con una salsa de pepitas de calabaza y tomate.

Y si de bebidas se trata, el agua de chaya (arbusto que crece en zonas costeras del Golfo de México y el Mar Caribe) es casi omnipresente. De sabor fresco y servida fría, es ideal para combatir el clima tropical —hasta 43 grados centígrados en los meses más cálidos (abril y mayo) — y húmedo de Mérida. También resultan útiles para ese cometido las nieves y helados de la Dulcería y Sorbetería Colón, negocio fundado en 1907 por Vicente Rodríguez y Peláez, un español que emigró a Cuba, donde aprendió el arte de la repostería antes de recalar en Mérida.

El postre se abre paso con una variedad de recetas típicas que incluyen el dulce de papaya y el caballero pobre. Ése último consiste en pequeñas rebanadas de pan capeadas con huevo, empapadas con miel y servidas con pasas. Aquí la variante recibe el nombre de “rico caballero pobre”. La riqueza, en este caso, proviene de una porción de helado servida sobre el pan y de un chorro de xtabentún, un licor de origen maya elaborado con anís y miel fermentada. Cuenta la leyenda que la florecilla aromática del mismo nombre nació del lecho de muerte de Xtabay, una mujer acusada de promiscua, pero cuya grandeza de alma se plasmó en lo embriagador del néctar.

La cocina yucateca es el resultado de elementos nativos y foráneos, de dos culturas que se encontraron hace ya mucho tiempo y que todavía hoy conviven: la hispana y la maya. La coexistencia de mundos distintos se expresa también en otros aspectos de la vida en Yucatán, como la lengua y el acento de sus habitantes. De piel cobriza y cuerpo acampanado. Así son los mestizos yucatecos, señala Francisco Chan, quien trabaja en una tienda de recuerdos en el centro de Mérida. De ahí el uso de los términos mayas boxito (morenito) y boxita (morenita) para referirse a los hombres y mujeres de la región.

El español que se habla en esas tierras es claramente distinto al de otros rincones de la república mexicana debido a la influencia de la lengua maya, que aún es hablada por gran parte de la población y cuyos vocablos se entremezclan con palabras del castellano tradicional. Con un acento suave y melódico, los yucatecos suelen reemplazar la “ill” por “i” al decir “vainia” en lugar de “vainilla”, o “tobio” en vez de “tobillo”. Es común además que cambien la “ñ” por “ni” al hablar de un “niño” como “ninio”.

Urbe colonial, cimientos mayas

Los pilares pegados a la pared dejan ver “guerreros armados que descansan en cabezas de indios vencidos, y que tienen en una mano una alabarda (arma formada por un mango de madera y una punta de lanza atravesada por una cuchilla), y en la otra una tosca espada”. La descripción, hecha por Manuel Toussaint —historiador de arte, escritor y académico mexicano—, corresponde a una parte de la fachada de la mansión de los Montejo.

El inmueble está ubicado en la manzana que mira al sur de la Plaza Grande de Mérida y su construcción la inició en 1542 Francisco de Montejo El Mozo, conquistador de la península de Yucatán y fundador de la ciudad, para su padre Francisco de Montejo El Adelantado. La inscripción de la portada de piedra da cuenta de que la residencia fue concluida en 1549. Ha sido conservada parcialmente y, a lo largo de los años, pasó por varias modificaciones y restauraciones.

Actualmente está en manos de la Fundación Fomento Cultural Banamex, la cual inauguró el museo Casa Montejo en 2010.

Tesoros familiares y objetos decorativos adquiridos en viajes a diversos países desbordan lujo desde las vitrinas y demás muebles. Componen el escenario perfecto para bailes y otros eventos sociales en los que, por ejemplo, las mujeres solteras buscaban pareja: llevaban en sus vestidos insignias que delataban su afán y de las cuales se desprendían cuando eran invitadas a bailar por algún pretendiente. Parte de esa atmósfera aristocrática puede ser apreciada en el despacho, la sala, el comedor y la recámara de la Casa Montejo, espacios abiertos al público.

La vivienda es uno de los principales monumentos históricos de la arquitectura civil del periodo virreinal, confirma Román Kalisch, académico de la Universidad Autónoma de Yucatán. Y su magnífico frontis es considerado por Toussaint como la muestra más valiosa del arte plateresco en México.

Pero esta reliquia arquitectónica simboliza ante todo el levantamiento de la Mérida colonial y contemporánea a partir de la desaparición gradual de la civilización maya. Los edificios de la ciudad indígena de T’Hó sirvieron como cantera para la construcción de la actual capital yucateca, refieren los investigadores Josep Ligorred y Luis Barba en Reencuentro con la Mérida ancestral, texto publicado en la revista Arqueología Mexicana. Sin embargo, añaden, estudios recientes revelan que aún quedan bajo el subsuelo del Centro Histórico de Mérida importantes vestigios de esa metrópoli de más de 2.000 años de antigüedad.

La Catedral de San Ildefonso (1561-1599), situada al este de la Plaza Grande, es muestra del dominio de una cultura por otra. Su edificación empleó piedras de algunas de las pirámides de T’Hó, cuya importancia en el mundo maya sólo era comparable en Yucatán con Chichén Itzá, Uxmal e Izamal. Aún así, según Ligorred y Barba, sus últimos basamentos monumentales fueron destruidos en el siglo XX.

La sombra del coloniaje está muy presente en Mérida, que fue Capital Americana de la Cultura en 2000. Su cerveza bandera se llama Montejo. El sello de la conquista es visible además en el emblemático Paseo de Montejo, el principal corredor turístico de la ciudad, construido en 1888 al estilo de los bulevares franceses para conmemorar su fundación. A lo largo de sus 5.483 metros de extensión saltan a la vista magníficas edificaciones. Algunas de ellas, ocultas tras los grandes árboles que flanquean la avenida, son sede de instituciones públicas y privadas. Otras están abandonadas o a la venta y algunas en manos de particulares. Pilares, grandes corredores, dinteles, lámparas y hasta pequeñas torres desnudan el origen de las casonas: el auge de la lucrativa industria (concentrada en pocas familias) del henequén o sisal, planta originaria de Yucatán y procesada para la fabricación de cuerdas, sacos, telas y tapetes.

El Paseo de Montejo se extiende desde el barrio de Santa Ana, en el centro de Mérida, hasta la salida que conduce a Progreso de Castro, el poblado más importante de las comunidades costeras de Yucatán. Fundado en 1871, el puerto ha sido por años un importante nexo de comunicación entre la región y el resto del mundo. Surgió como respuesta a la necesidad de los productores de henequén de un astillero próximo a la capital (hora y media en autobús público) desde el cual enviar su mercadería al exterior.

Un puente compuesto por varios arcos parte de tierra y se interna 6,5 kilómetros en el mar. Por la vía transitan camiones de alto tonelaje que se dirigen a lo que se divisa a lo lejos como una serie de edificios de color blanco. Esta singular obra de ingeniería, conocida como puerto de altura, ha convertido a Progreso en un punto estratégico para las exportaciones e importaciones de toda la península. La infraestructura, cuya construcción se inició en 1936 y concluyó en 1947, permite el atracado de naves de hasta 34 pies de calado: barcos de carga y cruceros turísticos.

El verde esmeralda de las tibias aguas del Golfo de México rodea el camino por donde circula el comercio de ultramar.

El paisaje lo completan playas de arena gris que atraen a gran cantidad de turistas en verano y en el periodo de Semana Santa. Progreso es un paraje ideal para nadar en aguas poco profundas y sin corrientes próximas a la orilla.

Otro de los atractivos de Yucatán son los cenotes (del maya ts’ono’ot o dzonot, que significa “caverna con agua”). Son pozos de agua dulce formados por la erosión de la piedra caliza. Hay más de 2.500 de ellos en el estado, según reporta la revista en línea México desconocido. De acuerdo con su edad, los cenotes pueden ser a cielo abierto (los más jóvenes), semiabiertos, los dispuestos a manera de caverna y los completamente subterráneos (los más maduros).

La experiencia en un cenote

Las plantas de los pies resienten lo irregular del suelo, y la temperatura del ambiente, 26 grados centígrados, incita a sumergirse con rapidez en aguas que reflejan distintas tonalidades de verde y cuya transparencia permite distinguir uno que otro pez ciego que nada con rapidez antes de retornar a su escondite bajo las piedras. La profundidad de esta piscina natural es tan diversa como las formaciones rocosas que la rodean y que están al fondo del agua. Uno bien puede permanecer en lo bajo y recorrer el borde con las manos apoyadas en estructuras suaves y porosas, animarse a nadar de un extremo a otro, o bucear en una especie de embudo ubicado al centro. Así describe Saúl Torres, un joven oaxaqueño, su visita al cenote San Ignacio o Tuunich Ha (“agua en la piedra”), emplazado al interior de una gruta en Chocholá, población localizada a media hora de Mérida y a la que se llega por la carretera que conduce al vecino estado de Campeche.

Entre los cenotes que alberga Yucatán existen dos que también vale la pena mencionar por encontrarse en Chichén Itzá (palabras maya que quieren decir “Boca de pozo” y “brujos del agua”, respectivamente), uno de los principales sitios arqueológicos de la región, ubicado en el municipio de Tinum, a dos horas y media de Mérida. El primero, a cielo abierto y conocido como cenote sagrado, tiene aproximadamente 60 metros de diámetro y 13 de profundidad. En tiempos de los mayas, en él se realizaban ofrendas al dios Chaac, señor de las lluvias, que consistían en objetos valiosos (cuentas talladas en jade, cascabeles de oro y otras piezas) y, según la tradición, sacrificios humanos. El segundo, denominado Xtoloc (“el iguano”), era utilizado como fuente de agua. Y es que la península carece de ríos visibles debido al suelo calizo y permeable.

Imponente. Dos cabezas colosales de la serpiente emplumada, una de las principales divinidades de Mesoamérica, marcan el inicio de la escalinata norte, compuesta —al igual que las escalinatas de los otros tres lados de la edificación— por 91 gradas y una adicional que lleva al templo de la cima. Se trata de la pirámide o castillo de Kukulcán, versión maya de la serpiente emplumada (Quetzalcóatl en la cultura tolteca). Es lo primero que el visitante ve al ingresar a Chichén Itzá, al menos a los vestigios de la ciudad fundada hacia el 525 d. C.

El lugar, nombrado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1988 y elegido en 2007 como una de las nuevas siete maravillas del mundo moderno, contiene otras magníficas construcciones, relativamente próximas la una de la otra y debidamente protegidas por cercas de alambre y madera. Así tenemos al complejo para el juego de la pelota —el más grande de ese tipo en Mesoamérica—, el Grupo de las Mil Columnas —amplia plaza cuadrada con columnas alineadas en paralelo y a manera de pórtico, cuyo uso fue cívico-religioso—; el Templo de los Guerreros —que debe su nombre a las figuras labradas en sus pilastras—; y la Plataforma de Venus —dedicada a la estrella de la mañana y de la tarde—, entre muchos otros basamentos.

El aire que se respira en Mérida y sus alrededores es cálido, apenas refrescado por las lluvias de verano. La gastronomía y amabilidad de la gente de la región invitan a permanecer en ella más allá de lo previsto. A partir de la capital yucateca es posible además transportarse a otra época, a tiempos de una gran civilización, la maya, pero también a los de la Colonia que se impuso a ella.



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