domingo, 16 de octubre de 2011

PEREGRINAJE A LA ROCA SAGRADA DEL IMPERIO INCAICO LA CUNA DEL SOL

El aroma del incienso es intenso; el humo se disipa rápidamente con la fuerte brisa del lago, como las oraciones del yatiri mezcla de castellano y aymara.

Me encuentro en el calvario de Copacabana y el Titicaca, de un azul cobalto intenso, hace juego con el lluchu celeste del yatiri que ha preparado mi ofrenda a la Pachamama. Mi pago se ha consumido en su totalidad, lo que, dice el yatiri, es una señal de que la Pachamama lo ha recibido de buen agrado. Pido al hombre que bendiga mi peregrinaje, lo que me costará 10 bolivianos extra que pago sin regatear. Me arrodillo, me toca la cabeza suavemente y me ordena que acullique un puñado de hojas de coca, al mismo tiempo que challa la tierra con alcohol. Su rostro marcado con un sinfín de surcos, producto de una vida dura, se anima con las oraciones que son producto de un sincretismo de tradiciones nativas y catolicismo. Sus ojos casi ciegos por densas cataratas tienen un color gris azulado que parece miran más allá del tiempo y el espacio.

Me siento preparado mental y espiritualmente para comenzar mi peregrinaje a la Cuna del Sol. En los tiempos del Incario, el peregrinaje al venerado santuario de la Isla del Sol era uno de los acontecimientos espirituales más importantes del imperio.
En la parte norte de la isla se encuentra la Titikala o Cuna del Sol, una gran roca considerada sagrada por los incas. La Titikala era vista como el lugar donde el astro había nacido y el sitio de origen de la pareja originaria, Manco Capac y Mama Ocllo. Los incas construyeron allí un gran santuario y peregrinos provenientes de todos los rincones del imperio se encaminaban a la isla cumpliendo los rituales en solemne acto de respeto y veneración a la Titikala.

El peregrinaje era estrictamente controlado. El peregrino llegaba primero a Yunguyo, donde existía una entrada resguardada por guardias armados y sacerdotes. El lugar era la frontera del terreno secular y el espiritual (Yunguyo sigue siendo frontera, pero de un carácter más mundano, entre Bolivia y Perú). Luego de verificarse que el caminante tenía permiso para entrar a la zona del santuario, era recibido por los sacerdotes y empezaba un periodo de purificación y preparación espiritual para la visita a la Isla del Sol. Se abstenía de consumir carne, sal y otros condimentos; oraciones y ofrendas a la Pachamama y los Achachilas se combinaban con baños de purificación en las aguas heladas del lago.

En la capital de la zona sagrada
Una vez que los sacerdotes consideraban que el peregrino había cumplido con los requisitos de la purificación, se le permitía proceder su camino. Antes de llegar a Copacabana, los incas tenían unos depósitos y graneros que dotaban gratuitamente al viajero, de acuerdo con su rango, de provisiones y vituallas necesarias para el peregrinaje. El arribo a Copacabana, la capital administrativa de la zona sagrada y una localidad de gran importancia espiritual en el Incario, implicaba la revisión de las credenciales del solicitante antes de permitírsele el ingreso al pueblo. Superada esta fase, el peregrino descansaba varios días, visitaba templos y participaba de rituales de preparación para pisar el sagrado suelo de la Isla del Sol.

Luego de mi visita al calvario, me dirijo a la plaza de Copacabana, que encuentro abarrotada de gente. Turistas, la mayor parte mochileros que siguen el gringo trail —que incluye el lago Titicaca y Copacabana— se mezclan con bolivianos de todos los estratos socioeconómicos que acuden con sus autos, camiones y otros objetos de valor para que sean bendecidos. Esta costumbre implica ceremonias complejas, donde los linderos de las tradiciones ancestrales de los Andes y el catolicismo se fusionan. Ha pasado más de medio milenio desde los tiempos del Incario; sin embargo, es claro que Copacabana ha conservado su condición de eje espiritual del Lago Sagrado.

Al día siguiente me dirijo a Yampupata, que se encuentra a tres horas de caminata en el extremo noreste de la península de Copacabana. Estoy siguiendo la ancestral ruta inca de peregrinaje. Llego cansado; pero con una gran expectativa de cruzar el lago desde ese pequeño pueblo tranquilo y lejos del bullicio y la polución turística de Copacabana. Negocio un buen precio con el dueño de un bote a remos en el que haré la travesía a la isla sagrada. Yampupata era la única ruta de entrada (Punku) a la Isla del Sol y era rigurosamente controlada. Sólo los peregrinos autorizados por los sacerdotes podían embarcarse en botes de totora hacia el extremo sudeste de la isla.

Es mediodía y el sol está en su zenit; el lago parece cubierto de una infinidad de resplandecientes espejuelos y el rítmico sonido de los remos al chocar con el agua me transporta a los tiempos del Incario. Me imagino a los viajeros ataviados con multicolores atuendos, portando sus ofrendas a la Taypikala, con los ojos y corazones ansiosos de ver y sentir la tierra sagrada. El cantar del viento y las zampoñas anunciando la llegada de los botes, los sacerdotes quemando los pagos y elevando sus plegarias a Inti… lo puedo imaginar vívidamente.

Desembarco en la isla y le doy gracias y una propina a mi botero. Distingo claramente una senda que parece tener dirección norte y la sigo. El camino asciende hacia el espinazo superior de la isla y se distinguen con claridad las múltiples terrazas de agricultura. De pronto, me encuentro con unas gradas de piedra perfectamente talladas y mi espíritu se regocija, estoy en el principal camino inca de la Isla del Sol y la ruta original recorrida por incontables peregrinos hace más de 500 años. Sólo tengo que seguir la ruta ¡y llegaré a la cuna del Sol!

En el complejo Pilco Kayma
El sendero me lleva a Pilco Kayma, los restos incaicos mejor preservados de la Isla del Sol. Es un complejo de varias edificaciones, la principal de dos pisos en la que se distinguen las clásicas puertas trapezoidales y nichos en forma de diamante. Se especula que este sitio era una estación de descanso espiritual al comienzo de la ruta de peregrinaje; hoy es un museo al aire libre. Al entrar en uno de los recintos descubro algo excepcional: enmarcada en el recuadro pétreo de una ventana que da al este, se ve como una pintura del pasado la Isla de la Luna. En el ambiente oscuro del recinto, la brillantez del lago y la Koati, el otro nombre de la Isla de la Luna, tienen un efecto extraordinario que me hace pensar en el Zen de la arquitectura minimalista japonesa, donde la única decoración de un ambiente interior es una ventana hacia un delicado jardín.

Me alejo de Pilco Kayma y luego de media hora de caminata ascendente, la ruta se divide en dos: tomo el desvío que baja hacia el lago. Llego al embarcadero de Yumani que se encuentra en febril actividad. Lanchas a motor llegan y salen cargadas al tope con turistas nacionales y extranjeros; una cacofonía de lenguajes, desde el danés hasta el aymara se mezclan con el sonido de las olas. Me encamino hacia la Fuente del Inca, una vertiente natural dividida en tres distintos grifos. Se dice que si uno bebe de ella aprenderá quechua y aymara. El sol se está poniendo y asciendo la llamada Escalera del Inca hacia el poblado de Yumani, cuyas construcciones parecen balancearse en las laderas de la isla. La vista del Titicaca y la Cordillera Real de los Andes al atardecer es simplemente espectacular y mágica.

Reanudo mi peregrinaje antes del amanecer y retomo el camino inca que se dirige al santuario del Sol. En el camino me encuentro con un hombre de unos 70 años, su nombre es Isaac, quien me cuenta que va a Challapampa, en el extremo norte de la isla. Se ofrece a acompañarme y me cuenta que es isleño, que sus antepasados siempre vivieron en Challapampa; es probablemente descendiente de los mitimaes que los incas establecieron en la isla. El camino está muy bien conservado y se halla en la parte más alta. El amanecer tiñe de dorado la senda y las terrazas. El lago parece despertar a un panorama profundamente azul y yo alcanzo a divisar la hermosa bahía de Kona, con sus botes que parecen de juguete meciéndose en el agua.

En el santuario de la Titikala
Isaac anuncia que estamos por llegar al santuario; el camino desciende y puedo divisar unas gradas de piedras y ruinas a ambos lados del camino. Estamos a la entrada y las ruinas son los antiguos edificios de Mama Ojlia. Se cree que Mama Ojlia era la residencia del personal de servicio del santuario, que incluía sacerdotes, mamaconas o vírgenes del Sol, guardias y sirvientes. El santuario tenía tres entradas: Pumapunku, Kentipunko y Pillcopunku, en las que se controlaba estrictamente el acceso a la Cuna del Sol. Sólo los miembros de la familia real inca y sacerdotes de alto grado podían acercarse a la Titikala.

Peregrinos de categorías menores llegaban hasta la primera entrada y dejaban sus ofrendas. A los que se les permitía la entrada, tenían que descalzarse en señal de humildad y proseguir así el resto del recorrido.

Es media mañana y el santuario está desierto, me alegro de haber madrugado pues desde las ruinas de Mama Ojlia puedo ver con claridad la Titikala, la gran roca sedimentaria arenisca de color rojo, con una cara cóncava que mira al lago y una cara convexa que se abre a una plaza. La Titikala es una roca matriz que forma parte del corazón geológico de la isla, cuyos estratos prehistóricos de cuarzo y andesita son testigos inmutables de la historia andina. En los tiempos del Incario, la cara cóncava de la Titikala estaba completamente cubierta de cumbi, que eran los tejidos más finos y preciados del imperio, elaborados de lana de vicuña por las vírgenes del Sol. Su cara convexa estaba forrada de planchas de oro que brillaban como la misma intensidad del astro rey.

En la plaza frente a la roca sagrada, sacerdotes presidían elaborados rituales y peregrinos de la más alta alcurnia ofrecían ofrendas al supremo Inti. Arqueólogos han descubierto un canal que se origina al borde de la cara cóncava de la Titikala y desemboca en el lago; se cree que ofrendas de chicha elaboradas en grandes cantidades por las vírgenes del Sol eran ritualmente vertidas en este canal. Me acerco a la Titikala y toco su superficie áspera y sorprendentemente fría pese al calor de la mañana. Isaac me pasa un puñado de hojas de coca y una botellita de alcohol que me permiten challar la Cuna del Sol.

En el ‘lugar donde uno se pierde’
En la plaza frente a la Titikala se ha colocado, para el beneficio de los turistas, unos bloques de andesita con una mesa central, arreglo moderno y sin significando arqueológico. Hacia el noreste, a unos 200 metros de la Titikala, se encuentra la Chinkana o “lugar donde uno se pierde”, laberinto de recintos interconectados y en disposición aparentemente desordenada. Se especula que eran las bodegas del Sol, donde se guardaba el preciado maíz que sólo se puede cultivar en la isla, porque su microclima es el más templado de todo el lago Titicaca. El maíz de este sitio era considerado sagrado y exclusivo para el consumo del soberano inca y la elaboración de chicha para rituales.

Isaac me lleva a un manantial que fluye en medio de las ruinas de la Chinkana, donde me empapo la cabeza, bebo un sorbo refrescante y siento que mi espíritu está en armonía con el universo. De acuerdo con los cronistas españoles, los incas construyeron albercas en la Chinkana, alimentadas por manantiales para que se bañe el Sol. Isaac tiene que seguir su camino hacia Challapampa y es hora de despedirnos, me da un abrazo fuerte y de su atado saca un pequeña mazorca de maíz, y me la entrega diciéndome: “Para que nunca sufras hambre hermano, que la Titikala te bendiga”.








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