miércoles, 14 de septiembre de 2011

Relatos de la vida cotidiana en el Imperio de Tiwanaku

Los historiadores coinciden en que una sociedad no puede comprender el presente si no conoce su pasado. En ese sentido, hacer una retrospectiva de lo que fue Tiwanaku nos demuestra que muchas de las costumbres que tuvo este Imperio repercuten hasta ahora.

Hace poco, la historiadora y periodista Patricia Montaño presentó una obra titulada El Imperio de Tiwanaku, en la que se revelan particularidades de esta cultura prehispánica, a partir de investigaciones realizadas por el arqueólogo Carlos Ponce Sanginés y otros estudiosos extranjeros.

Algunas de las características relatadas en su obra todavía están vigentes. “Yo creo que en Bolivia, la cultura prehispánica está viva. El aymara es una lengua que se habla hasta ahora y las tradiciones en el campo siguen vigentes' el sahumerio y las ofrendas, por ejemplo”, explica la autora.

Es fascinante conocer cómo fue la vida de los tiwanakotas e imaginar aquello que no se puede ver entre los restos que hoy quedan en el lugar.

Tiwanaku era un pueblo alegre, amante de la música y la danza, afirma Montaño. Animaban sus fiestas con zampoñas, kenas, trompetas, cascabeles y tambores.

Otros jugaban tejo, un juego andino de larga data, que consiste en lanzar un disco de piedra o cerámica a un blanco prefijado.

La papa era uno de sus principales alimentos y la coca era de consumo habitual. En los vasos retratos se encontraron bolos de coca que acullicaban, además de sitios tiwanakotas donde se producían 500 toneladas anuales de esta hoja con propiedades curativas.

Aplicaron la tecnología de los camellones en los lugares pantanosos de los ríos y lagos para intercambiar alimentos de un piso ecológico a otro. Es decir, del altiplano se llevaba papa, haba, oca y chuño a los valles y de éstos se traía maíz, ají, coca, hierbas y frutas.

En esos viajes también se realizaban intercambios de conocimientos, ritos y prácticas culturales y de su idioma, que fue masivamente el aymara.

Eran expertos canteros. Llevaban piedras de las serranías para construir edificios públicos. Diez hombres eran capaces de transportar una tonelada de rocas.

La piedra andesita gris era trasladada en balsas de madera desde Copacabana. Con este material se hacían los monolitos, porque era una piedra de lujo.

También utilizaron mucho la balsa de totora y eran considerados buenos navegantes.

En la cúspide de su Estado estaba la nobleza gobernante y el Jefe de Estado que era considerado un hombre-dios, representado en las estelas y en las cerámicas.

Al principio, la cerámica tiwanakota era utilitaria y después pasó a ser una expresión artística perfecta, sin improvisaciones.

Cada vasija, jarra, vaso, olla y cántaro era aplicado con normas estrictamente simétricas y con mensajes codificados en el decorado, lo cual muestra el alto nivel intelectual de los artesanos.

Tiwanaku tenía una base campesina, que tributaba al Estado con trabajo o con especies. Sobre esa base se encontraba una casta compuesta por el Ejército, los sacerdotes y artesanos.

El Ejército posibilitó una expansión que pudo ser diplomática o militar. Eran frecuentes las “cabezas-trofeo” de enemigos, cuyos cráneos eran perforados para ser enarbolados.

Como armas de proyectil tenían la flecha, la honda y la boleadora; en las armas de cuerpo a cuerpo utilizaban la porra y el hacha, mientras que para protección fabricaban cascos y escudos de cuero.

En el aspecto religioso creían en Wiracocha Pacha Yatiri (dios padre creador) y tenían otras deidades como Tunupa y el Ekako.

Este último era un jorobado desnudo que comenzó en Tiwanaku como piedra y luego fue venerado en el incario en figurillas de oro y plata. Actualmente es una figura mítica de la feria de Alasita.

Los tiwanakotas eran expertos astrónomos. Sus construcciones estaban astronómicamente orientadas. Es así que cada 21 de septiembre el sol sale a través de la puerta principal del Templo de Kalasasaya, marcando el equinoccio de primavera.

En la esquina sureste del patio interior de Kalasasaya está señalado el solsticio de diciembre y en la noreste el de junio.

Conocían el nombre de 25 estrellas y constelaciones. Ellos veían en el cielo elementos que había en la tierra: guerreros, mujeres, ríos, llamas, piedras y serpientes.

Durante sus viajes nocturnos calculaban la hora en base a sus conocimientos astronómicos.

Montaño relata que “hasta mediados del siglo XX, los pueblos indígenas conservaron una importante cantidad de elementos culturales ancestrales”.

Tiwanaku, un Imperio

Tiwanaku era un Imperio entre 724 y 1187. Una evidencia arqueológica de su dominio son los tres millones de habitantes que vivían en un territorio de 600 mil kilómetros cuadrados de extensión.

Fue un Imperio en un gran territorio, que dominó culturas anteriormente autónomas y las sometió políticamente.

“La cultura tiwanakota es fascinante y debería difundirse por el mundo. Fuimos capaces de construir un Imperio mucho antes que otros lugares y debemos sentirnos orgullosos”, agrega Montaño.

Indiscutible el valor de esta civilización prehispánica. Como decía el sociólogo Darcy Ribero, “el pueblo indígena es un testimonio”.

Un texto científico expresado en 33 capítulos
Hace cuatro años, la historiadora Patricia Montaño Durán empezó un relato fascinante sobre la cultura tiwanakota que denominó El Imperio de Tiwanaku y que fue presentado la anterior semana.

Se trata de un libro de divulgación científica expresado en un lenguaje sencillo. “Tenemos una buena imagen de esta cultura, pero que es poco difundida, porque (los investigadores) escriben en un lenguaje técnico difícil de entender. Mi misión fue traducir ese lenguaje difícil a uno accesible para todo el público”, explica la autora.

Esta obra destaca el trabajo realizado por el arqueólogo Carlos Ponce Sanginés, quien dedicó 50 años de su vida a dilucidar lo que fue Tiwanaku, mediante trabajo de campo y de gabinete.

A través de este libro, Montaño pretende dar a conocer la cultura tiwanakota que ella descubrió de primera mano, al ser colaboradora de Ponce Sanjinés por muchos años.

“En este volumen, por primera vez, los lectores tienen a su alcance los resultados de una intensa investigación arqueológica, confrontada y complementada con la información etnohistórica, y todo explicado de una forma accesible al gran público, porque al ser una obra de difusión científica, la autora ha conjugado el rigor académico con un ágil uso del lenguaje”, manifiesta Rafael Vergara, rector de la Universidad Andina Simón Bolívar.

Este libro sintetiza valiosa información en 33 capítulos, que relatan de forma rigurosa y amena todos los aspectos de la vida cotidiana e ideológica de los tiwanakotas.

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