domingo, 30 de enero de 2011

CANTÓN ITALAQUE

Un tesoro invaluable se encuentra oculto en las tierras de Italaque. Se trata, según asegura la tradición oral de esta población paceña, de una serie de tapados que fueron sepultados por los habitantes del imperio Inca que se asentaron en esta región. De esa presencia ahora apenas se evidencian unas ruinas abandonadas en la punta de uno de los cerros. Algunos audaces buscadores de fortunas se han adentrado por las verdes colinas italaqueñas en busca del oro, la plata y las cerámicas que les solucionen la vida. Los que salieron airosos, sin embargo, han terminado sufriendo por las maldiciones que pesan sobre esos tesoros enterrados.

Italaque es un cantón formado por 18 comunidades o ayllus, y se encuentra en el municipio paceño de Mocomoco. Allí, los comunarios conviven con los vestigios de varios legados culturales: el inca, el aymara, el español y el mestizo. “En el principio, la tierra donde hoy está asentada Italaque se llamaba Usata. Es el nombre con el que se conocía a la población a la llegada de los españoles. Usata acogía en su seno a ocho ayllus indígenas distribuidos en tres parcialidades. El Virrey Toledo, en su visita general por el Perú en 1570, lo registra y documenta como pueblo tributario a la Corona Española desde 1556”, narra Boris Bernal Masilla, un abogado que recientemente se ha interesado por escribir un libro acerca de la región donde vivieron sus antepasados.

En los cerros verdosos aledaños a Italaque todavía se pueden observar lo que fueron las terrazas agrícolas de cultivo en la época de los incas. En lo alto de uno de los picos —a sólo minutos del pueblo, desde donde se pueden observar todas las comunidades que rodean el cantón— se han encontrado restos de lo que se cree fueron establecimientos de almacenamiento de productos que eran trasladados luego al Cuzco como ofrendas y pagos al Inca.

“Es en este cerro donde se han localizado varios de los famosos tapados que escondían durante el siglo XVII. Algunos de los vecinos de la región aseguran que hay noches en que se ven en los cerros pequeñas fogatas. Al día siguiente, la tierra que fue quemada aparece excavada. Se han encontrado piezas de metal, así como cerámicas y otros restos”, explica Boris Bernal.

En el centro de Italaque se alza el templo de San Miguel, que debido a diversos factores políticos y sociales fue trasladado, el año 1596, desde Usata hasta el sitio donde actualmente se encuentra, hecho que establece, asimismo, la fecha de fundación del cantón. “Otra de las culturas que tuvo gran influencia sobre Italaque fue la de los españoles, quienes como mecanismo de colonización y asentamiento en estas tierras, adoptaron ciertas formas de administración y gobierno establecidas en el incario. Una de ellas fue la de los cacicazgos. Italaque contaba con tres autoridades, uno por parcialidad o grupo étnico: el cacique Quenallata de Huaras; el cacique Ninacanchis de Canchis, y el cacique Kutipa, por los Lupacas o Pacaures”. Es de éste último de quien Bernal es descendiente por parte de madre.

En 1684, por encargo del cura de Italaque, Miguel de Galaz de los Ríos, el pintor Leonardo Flores realizó 12 cuadros de estilo barroco mestizo con temas bíblicos expresados en todo el templo. Esto denotaba la importancia de la iglesia, que fue edificada bajo la arquitectura virreinal. De igual forma se puede apreciar este estilo en sus calles de piedra, sus viviendas y, sobre todo, en su plaza principal. “La mayoría de los cuadros pictóricos que adornaban las paredes de nuestra iglesia fueron robadas en el año 1999. Todavía se están realizando las investigaciones para ver si se pueden recuperar, y de esta forma devolverlas al recinto religioso”, explica Bernal.

El marco de la puerta de ingreso al templo es una representación de la unión de las culturas que se presentaron en Italaque. En la parte inferior de las jambas se pueden observar rostros incas, que representan a quienes fundaron Merque Italaque. A la mitad de la estructura se pueden apreciar, en piedra rosácea, las tallas de caras con barba y bigote, herencia de la colonización española, la que además dio nombre al templo de San Miguel. Y en la parte superior, en el dintel de la puerta, se observan las figuras talladas de los pobladores aymaras.

El profesor Javier Rea Nogales, que también ha sido designado autoridad originaria, atesora en su casa un monolito de piedra rosada, que se cree que perteneció a la antigua iglesia. Por un lado tiene tallada a una mujer guitarrista y, por otro, a una sirena. “Mi familia contaba que por las noches se escuchaba salir de este pedazo de roca un sollozo. Era la sirena que estaba triste. Aunque yo nunca jamás la oí”, asegura Rea. El maestro de 72 años calcula que el monolito tiene alrededor de 400 años. Lo encontraron sus bisabuelos cuando excavaban para reconstruir la casa familiar que se había quemado en 1950.

Varios incendios han ocurrido en Italaque, y la mayor perjudicada ha sido la iglesia que se sitúa en el centro del cantón. Durante las rebeliones indígenas de 1700, Italaque fue escenario de ataques, cercos y un incendio provocado por la gente de Túpac Amaru y de Túpac Katari.

Mayor Basilio Antonio, oriundo de este lugar, fue torturado y ejecutado junto a Katari en la localidad de Peñas. Los caudillos originarios tenían como objetivo a Italaque, debido a la gran cantidad de españoles que vivía allí, relata Boris Bernal al tiempo que señala las casas de estilo colonial que rodean la plaza principal.

Sin embargo, ninguno de los incendios fueron tan graves como el acaecido en el fatídico año de 1957, el que obligó a que se reconstruyera nuevamente la iglesia. “Durante alguna de las festividades, por la noche, hubo un espectáculo pirotécnico. Uno de los objetos cayó sobre el tejado de paja del templo, propagando rápidamente las llamas. Quedó destruida. La puerta fue reconstruida a finales del siglo XX, gracias a un proyecto de José Mesa y Teresa Gisbert”, relata Bernal.

Italaque está prácticamente en el olvido. Guido Espinal —un profesor jubilado que ha vivido la mayor parte de su vida en La Paz, pero que no pierde ninguna oportunidad para sacar a relucir sus conocimientos sobre su terruño— cuenta que la población italaqueña llegó a contar hasta con 20.000 habitantes. “Hoy apenas quedan 230 personas. Las migraciones a las grandes ciudades y a los Yungas, sumado a la pobreza que se vive aquí, nos han afectado hace décadas. Mejor es vivir pensando en las épocas de esplendor que se vivieron siglos atrás, cuando Italaque era el centro de suministro de la región”.

La cuna de los sicuris
Cristina Chujo Quispe es de la comunidad de Patini. Allí conviven apenas 15 familias que se dedican a cultivar papa y papaliza y a la ganadería ovina. Toda su producción la venden en las ferias cercanas. Recientemente ha sido nombrada autoridad originaria; es secretaria de su comunidad. Hoy, 24 de enero, se han reunido todas las autoridades por primera vez en Italaque.
Entre los dirigentes hay varios hombres que llevan chulos de colores y bordados con pequeñas bolitas también coloridas: “Se trata de los ‘chulitos’ italaqueños que están bordados a base de mostacillas, así se llaman las bolitas”, explica el profesor Javier Rea, mostrando el suyo con orgullo. En la tela granate de esta prenda se pueden descubrir motivos tiwanakotas.

Esta primera reunión del año se festeja como una celebración, algo que todos los comunarios no se quieren perder. Se espera con ansiedad la llegada de los famosos sicuris de Italaque. “Cuenta una leyenda que en Taypi Ayca, una comunidad cercana a Italaque, un día un niño se puso a llorar desconsoladamente. El abuelo del pequeño, sin saber muy bien cómo calmarle —relata Guido Espinal— cortó un tallo de cebada. El soplido del viento arrancó una melodía a la caña que hizo que al nieto se callase para escuchar con atención los sonidos de la primera zampoña”.

Desde entonces, los sicuris de Italaque no han parado de tocar sus instrumentos de viento. Se reúnen para las grandes festividades, pero también para las pequeñas, como el recibimientos de dos soldados que culminan el servicio militar.

“Antiguamente se reunían para tocar en la plaza en Corpus Christi. Eran verdaderas tropas de sicuris. Cuando el primer grupo llegaba a la plaza , el último estaba a una legua de distancia”, cuenta el profesor Javier Rea.

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