lunes, 20 de octubre de 2014

Infiernillo

DESTINO: MIZQUE | A QUINCE KILÓMETROS DE LA VILLA, ADENTRÁNDOSE EN UNO DE LOS TANTOS CAÑONES QUE CREAN SINGULARES ESPACIOS DE BIODIVERSIDAD, MANTENIENDO EL ASPECTO CASI SEMIDESÉRTICO DEL DERREDOR Y, SIN EMBARGO, CULTIVANDO PAPAS JUNTO A PAPAYAS, MAÍZ CON CHIRIMOYAS.

La comunidad, compuesta de 21 viviendas dispersas hacia la rinconada, en paradisíaco entorno, valga decir, con agua corriendo por acequias, repartida en mita sin descanso, carece de agua potable, y, hasta el lunes pasado, carecía de luz. Aparentemente la lucha por conseguirla fue ardua: dos años con viajes a Sucre. De pronto llegaron, esta semana, técnicos de origen cruceño, “que no hablaban quechua”, para instalar paneles solares, regalo del “presidente Evo”.

Dejemos de lado por un momento la cuestión del por qué justo ahora, a unos días de las elecciones y vayamos al significado. Que lunes fuera cerco de penumbras y martes luminoso implica un salto cualitativo impresionante. Yunguillas, como se nombra el sitio, pasó en espacio de horas de la edad media a la modernidad, del siglo XIX al XX, porque muchísimo falta para siquiera acercarse al XXI, a pesar de que encima flota un satélite de apodo indio que sirve poco o no sirve para nada. No hay conexión telefónica, menos de Internet, pero hay luz y eso abre un mundo de posibilidades.

El costo de los paneles solares es de dos mil dólares. Los comunarios accedieron a pagar novecientos bolivianos, unos ciento veinte dólares. El resto lo dona el estado, no pregunten cómo ni por qué. Casi por nada obtuvieron el panel, focos especiales, instalación a cargo de los orientales y he ahí la luz. Festejaron, por supuesto, con largas chicha y comida. Los técnicos machacaban hojas de coca con bicarbonato y quién sabe más (no lo digo yo, me lo contaron) antes de metérselas en la boca. Progreso mezclado con atavismos. Pero progreso al fin.

Me había llevado una novela de Nelson Algren y estaba dispuesto a quemar los ojos leyendo con iluminación de vela. Fue muy agradable, luego de deshacernos de una tarántula y de un liviano pero largo ciempiés, tener un foco encima de mí, que apagué con apenas toque de cordón. Ya me lo había dicho un vecino que planta papa y frejol, el por quién votarían ellos. La pregunta sobraba y fuera de cualquier aviesa intención o malentendido favor, era obvio y comprensible de por quién lo harían. Supongo que la siguiente lucha vendrá a ser por el agua potable, que existió antes, vistas las herrumbradas pilas y los receptores de ladrillo pintados de blanco. Un alud hundió el depósito que se había instalado en una falda de cerro y así quedó.

A Yunguillas la cercan dos ríos, el Infiernillo y el Yunguillas, casi secos ahora pero con masivas rocas que hablan de fieros torrentes, impasables en época de lluvias. Sobre el segundo va preparándose un puente, que ayudará a sacar los productos pero que expondrá este rincón escondido de soledad a otros. Ya hay un par de “forasteros” que han comprado tierras. Amenazados al principio, uno al menos ha logrado quedarse, optó por esa vida. Los otros construyen casas de campo, para iluminar el precioso aire de la cañada con humos de parrillas y estridentes mariachis. La balanza de bondades y males pendula con riesgo. Como lo hace el medioambiente y la fauna local.

Con chicha en envases de Sprite y rojas latas de cerveza paceña, amén de infaltable pijcho de retorcidas y mal formadas hojas de coca, la noche, ya ajena ante la clara iluminación, trajo charlas de comunidad, cuestiones locales; conversación acerca de un niño vecino arrollado en la carretera que va a Cochabamba, velado en el momento a lo lejos, con profuso alcohol y llanto, en unas lucecitas que se miraban bajando el seco caudal del Infiernillo. Gringo, le decían, por pecoso y rubio. La muerte de un niño en una comunidad de veinte casas huele a desastre; pero se olvida mientras el alcohol amodorra; la macabra fiesta de la pena se apodera de a poco de la tristeza real y la suplanta.

Entre chicha y cerveza, salud y servite, conversamos sobre los animales. Primero sobre los flacos caballos, dos en esta propiedad, descendientes de los que fueron diezmados en las guerras de independencia sin jamás recuperarse; luego pasamos a los salvajes, al “león” que domina la sierra, uno cuya piel se exhibe en el muro de una chichería de Mizque con extraños pelos para un puma en los costados. Inmenso y antiguo, el mermado felino que todavía mata ovejas.

Cuando el león ataca al caballo, contaba un campesino, se le sube en el lomo y con zarpazos, ora izquierda ora derecha, lo guía hasta el lugar de su presunta muerte. Percibo un crepúsculo con truenos y ruido de piedras en los desesperados cascos. De seguro la gente oye gruñidos y quejidos e imagina el resto. García Márquez no inventó el realismo mágico para estas personas que nunca escucharon de él.

El retorno tiene de todo: inmensas puyas raimondii en el páramo de Vacas como negros erectos penes dispersos y anacoretas. Granizo en la cumbre, mientras los nativos queman paja brava que la lluvia no apaga. Campos y campos, poblados con bajas capillas, como bajas eran las puertas en Yunguillas, en tierra de hobbits según opina mi hermana Elena.

La flota me deja a unas cuadras de la iglesia de San Rafael, al sur de Cochabamba. Es tal el tráfico que debo caminar en diagonal, buscando un taxi. Suntuosos edificios de estilo chicha denuncian posibles lavados de dinero y cocaína. Polvo por todos lados, de tierra y de excremento seco. Nací en esta ciudad y el polvo no me es extraño, pero este excede mi recuerdo y desenmascara un sobreoptimista gobierno que retrata una sociedad que no existe, pujante sí, pero descontrolada.

Al fin, en una populosa intersección contemplada por la estatua del general Barrientos, que fue tanto o más popular que Morales entre la masa, y al lado de un puesto callejero donde venden leche de burra (santo remedio), tomo un taxi. Me lleva por detrás, atravesando la vieja Canata. Espectáculo de color gris amarillento y profundo hedor de letrina.

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